RELOJ DE LA PASIÓN
REFLEXIONES AFECTUOSAS SOBRE LOS PADECIMIENTOS DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.
POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
INVOCACIÓN
A JESÚS Y A MARÍA.
¡Oh Salvador del mundo! ¡Oh amor de las
almas! ; ¡oh Señor! objeto el más digno de toda nuestra ternura. Vos
habéis venido a conquistar nuestro corazón por vuestra pasión, en la que
habéis hecho brillar el inmenso amor que nos tenéis, consumando la obra
de una redención que para nosotros ha sido un océano de bendiciones, y
para Vos un océano de dolores y de ignominias. Habéis principalmente
instituido el santísimo Sacramento del altar con el fin de perpetuar su
memoria. Para que la memoria de un tan gran beneficio, dice santo Tomás,
permaneciera viva y constante entre nosotros, él ha dejado su cuerpo en
comida a los fieles. Y mucho tiempo antes había dicho san Pablo: «Todas las veces que comiereis este pan, anunciaréis la muerte del Señor»
Con tantos prodigios de amor habéis
obtenido ya de tantas almas santas que, consumidas en las llamas de
vuestra caridad, renunciaran a todos los bienes de la tierra para
consagrarse enteramente á amaros a Vos solo, ¡oh Señor! el más amable de
los señores! ¡Ah! haced, pues, oh Jesús mío, que me acuerde siempre de
vuestra pasión; y que yo, miserable pecador, vencido en fin, por tantas
finezas de amor, llegue a amaros y daros con mi pobre amor algunas
señales de gratitud por el amor excesivo que me habéis manifestado, Vos
Dios mío y Salvador mío.
Acordaos, Jesús mío, que yo soy una de
aquellas tiernas ovejas vuestras, por cuya salud habéis venido a la
tierra para sacrificar vuestra vida divina. Yo sé que después de haberme
redimido con vuestra muerte no habéis cesado de amarme, y que al
presente me tenéis el mismo amor que por vuestra bondad me tuvisteis al
morir por mí. No permitáis que yo viva más tiempo siéndoos ingrato, mi
Dios, que tanto merecéis el ser amado, y tanto habéis hecho para ser
amado de mí.
Y Vos, santísima Virgen María, que tan
grande parte tuvisteis en la pasión de vuestro Hijo, ¡ah! por los
méritos de vuestros dolores obtenedme la gracia de experimentar alguna
parte de aquella compasión que tanto afligió a vuestra alma en la muerte
de Jesús, y pedid para mí una centella de aquel amor que hizo todo el
martirio de vuestro corazón condolido.
«Os suplico, Señor mío Jesucristo, que
la fuerza de vuestro amor, mas ardiente que el fuego, más dulce que la
miel, absorba mi alma, a fin de que yo muera por el amor de vuestro
amor, ya que os habéis dignado morir por el amor de mi amor.»
CAPÍTULO PRELIMINAR.
De cuan útil sea la meditación sobre la pasión de Jesucristo.
1. El amante de las almas, nuestro
amabilísimo Redentor, ha declarado que su fin principal al venir al
mundo y hacerse hombre era el de encender en todos los corazones el
fuego de su santo amor. Y ¡qué llamas de caridad tan bellas no ha
encendido en tanto número de almas, con las penas de muerte que quiso
sufrir, a fin de mostrarnos la inmensidad de su amor a los hombres! ¡Oh!
¡Cuántos corazones dichosos sé han penetrado del fuego del amor de
Jesús en sus llagas como en unas hogueras ardientes, de tal suerte que
no han rehusado consagrarle totalmente los bienes, la vida, y aun a sí
mismos; venciendo con un valor generoso todas las dificultades que
encontraban en la observancia de la divina ley por amor de aquel Señor
que, siendo Dios quiso sufrir tanto por su amor! Este fue puntualmente
el consejo que nos ha dado el Apóstol, no solo para no desfallecer sino
para correr con más ligereza en los caminos del cielo.
« Ignem veni mittere in terram: et quid volo, nisi ut accendatur. » (Luc. XII, 49.)
2. Por eso, san Agustín en los
transportes de su amor, puesto en presencia de Jesús cubierto de llagas y
enclavado en la cruz, hacia esta tierna oración: «Grabad, Señor y
amabilísimo Salvador mío, grabad en mi corazón todas vuestras llagas, a
fin de que yo lea siempre en ellas vuestro dolor y vuestro amor; el
dolor para sufrir por Vos todo dolor, y el amor para menospreciar por
Vos todo amor. Sí, porque teniendo delante de la vista la grandeza del
dolor que por mí habéis sufrido, sufriré yo con paciencia todas las
penalidades que me sucedieren; y mirando al amor que me habéis mostrado
en la cruz no amaré ya ni podré amar otra cosa que a Vos.
3. ¿Y de dónde han sacado los Santos el
valor y constancia necesarios para sufrir las torturas, el martirio, la
muerte, sino de las llagas de Jesús crucificado? El capuchino san José
de Leonisa viendo que se le quería atar con cordeles para sufrir una
operación dolorosa que el cirujano debía hacerle, tomó en las manos su
Crucifijo y exclamó: «¡Qué cordeles! ah! ved aquí mis cordeles: mi
Señor atravesado con clavos por mi amor; este es el que con sus dolores
me ata y obliga a sufrir toda suerte de penas por su amor.» Y de este modo sufrió la operación sin quejarse, viendo a Jesús que, como un tierno cordero bajo la mano de quien le esquila, «enmudecía y no abría su boca.»
¿Quién jamás podrá decir que sufre
injustamente mirando a Jesús despedazado todo por nuestros delitos?
¿Quién podrá jamás excusarse de obedecer a pretexto de alguna
incomodidad, «habiéndose hecho Jesús obediente hasta la muerte? ¿Quién
jamás podrá rehusar las ignominias viendo a Jesús tratado como un
insensato, como un rey de burla, como un malhechor, abofeteado,
azotado, cubierto de salivas y clavado en un infame madero?
4. ¿Quién podrá en adelante amar a otro
objeto que a Jesús, viéndole que para cautivar nuestro amor muere entre
tantos dolores y menosprecios? Un piadoso solitario pedía a Dios que le
enseñara qué era lo que podía hacer para llegar a amarle perfectamente.
El Señor le reveló que para llegar a un perfecto amor de Dios, no había
ejercicio más útil que el meditar con frecuencia en su pasión.
Santa Teresa se lamentaba amargamente de
ciertos libros que le habían aconsejado que dejase de meditar la pasión,
como si ésta fuera un obstáculo para la contemplación de la Divinidad,
sobre lo cual exclama la Santa: « ¡Oh Señor de mi alma y bien mío
Jesucristo crucificado! No me acuerdo ver de esta opinión que tuve, que
no me dé pena; y me parece que hice una gran traición, aunque con
ignorancia… ¿es posible, Señor mío, que cupo en mi pensamiento ni una
hora, que Vos me habíais de impedir para mayor bien? ¿De dónde vinieron a
mí todos los bienes, sino de Vos? ». En seguida añade: «Veo yo
claro y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga
grandes mercedes, quiere sea por manos desta humanidad sacratísima, en
quien dijo Su Majestad deleita».
5. En conformidad de esto, el
bienaventurado Baltasar Álvarez decía, que la ignorancia de los tesoros
que tenemos en Jesucristo era causa de la ruina de los cristianos. Por
tanto, el punto más favorito y más ordinario de sus meditaciones era la
pasión de Jesús, en la que meditaba especialmente estos tres grandes
padecimientos: su pobreza, sus humillaciones y sus dolores; y exhortaba a
sus penitentes a meditar frecuentemente la pasión del Salvador,
diciéndoles, que no creyesen haber hecho progreso alguno, si no llegaban
a tener grabado siempre en el corazón á Jesús crucificado.
6. El que quiere, dice san Buenaventura,
adelantar siempre en virtud y gracia, debe meditar siempre en la pasión
del Señor Y añade: «Que no hay un ejercicio más útil para santificar el alma, que la frecuente meditación de las penas de Jesucristo.»
7. Además, san Agustín (apud Bernard. de
Bustis) decía, que una sola lágrima vertida en memoria de la pasión de
Jesús aprovecha más que una peregrinación a Jerusalén y que un año de
ayunos á pan y agua. Así es que, con efecto, no ha sufrido tanto nuestro
amable Salvador, sino para hacernos considerar sus muchos
padecimientos, y porque es imposible pensar en ellos sin encenderse en
el amor divino: «La caridad de Jesucristo nos estrecha, dice san Pablo».
Jesucristo solo es amado de un pequeño
número, porque también es pequeño el número de los que meditan las penas
que por nosotros ha sufrido; mas el que las medita con frecuencia no
puede vivir sin amar a Jesús, porque «la caridad de Jesucristo nos estrecha.»
Se sentirá tan obligado por su amor, que no le será posible negarse a
amar a un Dios tan amante, y que tanto ha sufrido para ser amado.
8. Por eso decía el Apóstol, que «no quería saber otra cosa que a Jesús, y Jesús crucificado» es
decir, el amor que nos ha manifestado en la cruz. Y a la verdad, ¿en
qué otros libros podemos aprender mejor la ciencia de los Santos, que es
la ciencia de amar a Dios, que en Jesús crucificado? Al gran siervo de
Dios, el hermano Bernardo de Corleon, capuchino, no sabiendo leer,
querían enseñarle sus hermanos los religiosos. Al punto vuela a tomar
consejo del Crucifijo; mas Jesús le responde desde la cruz: « ¡Qué libros! ¡Qué leyendas! Solo yo soy vuestro libro, en el que podéis leer siempre el amor que os he tenido.» ¡Oh!
este es el más grande tema de meditación durante toda la vida y por
toda la eternidad! ¡Un Dios muerto por nuestro amor! ¡Un Dios muerto por
nuestro amor! ¡Oh! tema grande a la verdad!.
9. Pagando un día santo Tomas de Aquino
la visita a san Buenaventura, le preguntó ¿de qué libro se había valido
para consignar en sus obras tan bellos pensamientos? San Buenaventura le
mostró una imagen de Jesús crucificado, todo gastado por los muchos
besos que le había dado, diciéndole: « Ved aquí el libro, del cual he sacado todo cuanto yo he escrito; este es el que me ha enseñado lo poco que he aprendido.» Todos
los Santos sin excepción han aprendido a amar a Dios estudiando el
Crucifijo. El hermano Juan de Avernia, cada vez que ponía los ojos en
Jesús, cubierto de heridas, no podía contener las lágrimas. El hermano
Jacobo de Tuderto, oyendo leer la pasión del Salvador, no solo lloraba a
lágrima viva, sino que también prorrumpía en profundos sollozos,
oprimido por el amor en que se abrazaba hacia su tierno Maestro.
10. La dulce escuela del Crucifijo es la
que hizo a San Francisco un serafín sobre la tierra. Cuando meditaba en
las penas de Jesucristo lloraba tan continuamente, que casi llegó a
perder la vista. Cierto día se le encontró que daba gritos lastimosos, y
preguntado lo que tenía: « ¡Ah! Respondió, ¿Qué puedo tener
yo? Lloro por los padecimientos y afrentas de mi Salvador; y mi dolor,
añadió, se aumenta viendo la ingratitud de los hombres que no le aman y
viven sin pensar en él.»
Siempre que oía balar un cordero, se
sentía conmovido hasta derramar lágrimas, por el pensamiento de la
muerte de Jesús, cordero sin mancilla, inmolado sobre la cruz por los
pecados del mundo. Y abrasado todo de amor, no sabía este Santo
recomendar nada a sus hermanos con tanto encarecimiento como la
frecuente memoria de la pasión del Salvador.
11. Jesús crucificado: tal es el libro en
el que nos leeremos frecuentemente a nosotros mismos. En él
aprenderemos por una parte a temer el pecado, y de otra á abrasarnos de
amor a un Dios tan amante; leyendo en sus llagas aprenderemos la malicia
del pecado, que ha condenado a Dios a sufrir una muerte tan cruel para
satisfacer a la Justicia divina, y también el amor que nos ha mostrado
el Salvador queriendo sufrir tanto, para hacernos comprender lo que nos
amaba.
12. Pidamos a la divina María que nos
alcance de su Hijo la gracia de entrar nosotros mismos en estos hornos
de amor donde tantos corazones se abrasan dulcemente; a fin de que
renunciando a todos nuestros deseos terrenos, podamos también abrasarnos
en estas dichosas llamas que hacen a las almas santas en la tierra y
bienaventuradas en el cielo. Así sea.
CAPÍTULO PRIMERO.
Del amor que Jesucristo nos ha manifestado, queriendo satisfacer el mismo a la Justicia divina por nuestros pecados.
1. La historia refiere un rasgo de amor
tan prodigioso que será la admiración de todos los siglos. Un rey, señor
de muchos reinos, tenía un hijo único tan bello, tan santo y tan
amable, que su padre hallaba en él todas sus delicias y le amaba como a
sí mismo. Pero este joven príncipe tenia a uno de sus esclavos un amor
tan grande, que habiendo cometido este un delito, por el que fue
condenado a muerte, el príncipe se ofreció a morir en su lugar; y el
padre, celoso de los derechos de la justicia, consintió en condenar a
muerte a su hijo muy amado, a fin de que el esclavo se librase del
suplicio que había merecido. La sentencia fue ejecutada: el hijo murió
en un cadalso, y el esclavo quedó libre.
2. Pues este rasgo de amor que jamás ha
tenido ni tendrá semejante en el mundo, está consignado en el Evangelio.
En él se lee que el Hijo de Dios, el Señor del universo, viendo al
hombre condenado por su pecado a la muerte eterna, ha querido tomar la
naturaleza humana y pagar, sufriendo la muerte, las penas debidas por el
hombre. Y el Padre eterno le ha condenado a morir en una cruz para
salvarnos a nosotros miserables pecadores. «Él no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado por todos a nosotros» ¿Qué te parece, alma devota, de este amor del Hijo y del Padre?
3. Así, ¡mi amable Redentor, vuestra
muerte ha sido el sacrificio que habéis querido ofrecer para alcanzarme
el perdón! ¿Y qué os daré yo en reconocimiento? Vos me habéis obligado
con demasiados títulos a amaros, y yo sería demasiado ingrato si no os
amara con toda la efusión de mi corazón. Vos habéis dado por mí vuestra
vida divina, yo, aunque miserable pecador, os doy la mía. Sí, al menos
todo lo que me resta de vida quiero emplearlo únicamente en amaros, en
serviros y agradaros.
4. ¡Oh hombres! ¡oh hombres! amemos a
este Redentor, que siendo Dios no se ha desdeñado de cargarse con
nuestros pecados, a fin de librarnos por sus padecimientos del castigo
que habíamos merecido. San Agustín dice que en la creación nos ha
formado Dios por la virtud de su poder; pero que en la redención nos ha
salvado de la muerte por medio de sus dolores. ¡Cuánto os debo oh Jesús
Salvador mío! Aunque yo diera mil veces toda mi sangre por Vos, aunque
os sacrificara mil vidas, todo sería poco. ¡Oh! quién siempre pensara en
el amor que nos habéis mostrado en vuestra pasión, ¿cómo pudiera amar
otra cosa que a Vos? ¡Ah! por este mismo amor con que me habéis amado en
la cruz, concededme la gracia de amaros con todo el corazón. Yo os amo,
bondad infinita, yo os amo sobre todo otro bien, y no os pido más que
vuestro santo amor.
5. Mas ¿cómo se explica esto? prosigue el mismo san Agustín,
¿cómo vuestro amor, oh Salvador del mundo, ha podido llegar hasta el
punto de que yo haya cometido la culpa y que Vos hayáis pagado la pena?
¿Y qué os importaba, añade san Bernardo, que nosotros nos
perdiéramos, que fuéramos castigados como lo habíamos merecido? ¿Por qué
habéis querido cargar sobre vuestra inocente carne la pena de nuestros
pecados? ¿Y para librarnos de la muerte, Señor, habéis querido morir?
¡Oh milagro que ni ha tenido ni tendrá jamás ejemplo! oh gracia que
nosotros no pudimos nunca merecer! oh amor que jamás podremos nosotros
comprender!
6. Isaías había predicho que nuestro Redentor seria condenado a muerte, y « conducido al matadero como un manso cordero.» ¡Qué
objeto de admiración debió ser para los Ángeles el ver a su inocente
Señor conducido como una víctima para ser sacrificado sobre el altar de
la cruz por el amor del hombre! y ¡ qué terror debió imprimir al cielo y
al infierno la vista de un Dios ajusticiado como un malhechor sobre un
infame madero por los pecados de sus criaturas! .
7. Cristo nos ha redimido de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros objeto de maldición, porque escrito está: «Maldito
todo el que está suspendido en el madero, a fin de que la bendición de
Abrahan se extendiera a las naciones por el Cristo Salvador.» Sobre
lo cual dice san Ambrosio: Él ha querido ser maldito sobre la cruz, para
que nosotros fuéramos benditos en el reino de Dios. Así ¡oh mi dulce
Salvador! para alcanzarme la bendición divina, habéis consentido en
someteros a la ignominia de parecer en la cruz a la vista del mundo como
un objeto de maldición, y abandonado en los tormentos hasta de vuestro
eterno Padre, nuevo tormento que os obligó a lanzar este grande grito: « ¡Dios mío! Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?»
Con efecto, según el comentario de Simón Casio, Jesús fue abandonado en
medio de los tormentos, para que nosotros no quedáramos abandonados en
nuestros pecados!. ¡Oh prodigio de misericordia! ¡Oh exceso del amor de
un Dios para con los hombres! Y ¿cómo, oh Jesús mío, puede hallarse una
sola alma que crea esto, y que no os ame?
8. Él «nos amó, y nos lavó de nuestros
pecados en su sangre.» Ved aquí, pues, oh hombres ingratos, hasta dónde
ha llegado el amor de Jesús para con nosotros, a fin de limpiarnos de
las suciedades de nuestros pecados: Él ha querido disponer para nosotros
un baño de salud en su propia sangre. Él ha ofrecido una sangre que
clama mejor aún que la de Abel: la de Abel pedía justicia, la de Jesús
pide misericordia. Mas aquí exclama san Buenaventura: « ¡Oh buen Jesús!
¿Qué habéis hecho? ¿A dónde os ha llevado el amor? ¿Qué habéis visto en
mí que haya podido inspiraros tanto amor? ¿Por qué habéis querido sufrir
tanto por mí? ¿Quién soy yo para que hayáis querido comprar a tan
grande precio mi amor?» ¡Ah! ya lo veo, todo ha sido efecto de vuestro
infinito amor! Por siempre seáis alabado y bendecido.
9. «¡Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor como mi dolor!»
El seráfico Doctor considerando estas palabras de Jeremías, como dichas
por el Salvador cuando estaba en la cruz muriendo por nuestro amor,
exclama: « ¡Ah Señor! antes bien yo consideraré y veré si hay un amor como vuestro amor.» Como
si dijera; ya veo y comprendo, ¡oh mi amabilísimo Maestro! cuánto
habéis sufrido en ese infame madero; pero lo que me estrecha más á
amaros, es el ver la ternura que me habéis mostrado con tantos
padecimientos sufridos para obtener mi amor.
10. Lo que más abrasaba a san Pablo en el
amor de Jesús era el pensamiento de que no solamente había querido
morir por todos los hombres en general, sino también por él en
particular. «Él me ha amado, decía, y se «ha entregado a sí mismo por mí.»
Cada uno de nosotros puede decir otro tanto, porque asegura san
Crisóstomo que Dios ama a cada hombre en particular, como amó a todo el
mundo. Así que, no está menos obligado cada uno de nosotros a Jesucristo
por haber padecido por todos, que si solo por él hubiera padecido.
Pues bien, hermano mío, si Jesús muriera
por ti solamente dejando a todos los demás en su perdición original,
¿qué obligación no le tuvieras? Con todo, debes saber que todavía le
debes estar más obligado por haber muerto por todos. Si solo hubiera
muerto por ti, ¿qué pena seria la tuya al pensar que tus más allegados,
tu padre y tu madre, tus hermanos y amigos perecerían eternamente, y que
después de esta vida estarías para siempre separado de ellos? Si tú y
toda tu familia hubierais caído en esclavitud, y alguno llegara a
rescatarte á ti solo, ¿cuánto le suplicarías que rescatase también
contigo a tus padres y hermanos? ¿Y cuánto se lo agradecerías si lo
hiciera así por complacerte?
Decid pues todos a Jesús: ¡Ah, mi
dulce Salvador! Vos habéis hecho esto por mí sin habéroslo yo rogado; y
no solo me habéis rescatado a mí de la muerte a precio de vuestra
sangre, sino también á mis parientes y amigos, de manera que yo puedo
esperar que reunidos todos juntos nos gozaremos con Vos para siempre en
el cielo. Señor, yo os lo agradezco, yo os amo, y espero agradecéroslo y
amaros eternamente en aquella bienaventurada patria.
11. ¿ Quién, pues, pregunta san Lorenzo
Justiniano, podrá explicar el amor que el Verbo divino tiene a cada uno
de nosotros? porque este amor excede al de un hijo para con su madre, y
al de una madre para con su hijo. Es tan grande, que como el Salvador
reveló a santa Gertrudis, estaba dispuesto a morir tantas veces cuantas
son las almas condenadas, si todavía fueran capaces de redención. ¡Oh
Jesús! ¡Oh bien más amable que todo otro bien! ¿Por qué os aman tan poco
los hombres? ¡Ah! hacedles conocer lo que Vos habéis padecido por cada
uno de ellos, el amor que les profesáis, el deseo que tenéis de ser
amado de ellos, los hermosos títulos que tenéis á su amor. Daos a
conocer, ¡oh Jesús mío! haceos amar.
12. «Yo soy el buen Pastor», dice Jesús; «el buen Pastor da su vida por sus ovejas.»
Pero, Señor, ¿dónde se hallarán en el mundo pastores semejantes a Vos?
Los demás pastores dan la muerte a sus ovejas por conservar ellos su
vida: más Vos, Pastor amantísimo, habéis querido dar vuestra vida divina
por la de vuestras amadas ovejas. ¡Oh dicha inefable! yo soy, sí, yo
soy por mi suerte ¡oh amabilísimo Pastor, una de estas ovejas. ¿Cuánta
es, pues, mi obligación de amaros, y de emplear toda mi vida en
serviros, pues que Vos habéis muerto por amor mío en particular? ¿y qué
confianza no debo yo tener en vuestra sangre preciosa, sabiendo que ha
sido derramada para pagar mis deudas? Y tú dirás «en un día: «Yo te
alabaré, Señor: he aquí mi Dios, mi Salvador; obraré con confianza y
nada temeré.»
¿Y cómo pudiera yo en adelante desconfiar
de vuestra misericordia, oh Redentor mío, mirando vuestras llagas?
Apresurémonos, pues, pecadores, y recurramos a Jesús, que sobre la cruz,
como sobre un trono de misericordia, ha aplacado la justicia divina
irritada contra nosotros. Si habemos ofendido a Dios, él ha hecho
penitencia por nosotros: basta que nos arrepintamos de ello.
13. ¡Ah! mi buen Salvador, ¡á qué no os
han reducido la compasión y el amor que me tenéis! ¡El esclavo peca, y
Vos, Señor, pagáis la pena! Si pienso en mis pecados, debo temer el
castigo que merezco; mas pensando en vuestra muerte, tengo más motivo
para esperar, que para temer. ¡Ah! ¡Sangre de Jesús, tu eres toda mi
esperanza!
14. Mas esta sangre al darnos una total
confianza, nos obliga también á ser enteramente de nuestro Salvador. «
¿No sabéis, decía el Apóstol, que no sois vuestros, porque comprados
fuisteis por grande precio?» No, yo no puedo ¡oh mi Jesús! sin
injusticia disponer ya de mí ni de lo que me pertenece: yo he venido a
ser propiedad vuestra, porque Vos me habéis comprado con vuestra muerte.
Mi cuerpo, mi alma, mi vida no es ya mía, es toda vuestra, y solo para
Vos. Solo en Vos quiero yo esperar, solo a Vos quiero yo amar, ¡oh Dios
mío, crucificado y muerto por mí! Ninguna otra cosa tengo que ofreceros,
sino esta alma rescatada con vuestra sangre: yo os la ofrezco:
permitidme que os ame, porque yo nada quiero ya sino a Vos, mi Salvador,
mi Dios, mi amor y mi todo. Hasta aquí he sido agradecido a los
hombres, solo he sido ingrato para con Vos; al presente yo os amo, y
nada me aflige más que el haberos ofendido. ¡Oh mi Jesús! dadme
confianza en vuestra pasión, y apartad de mí toda afección que no sea
por Vos. Yo no quiero amar sino a Vos que merecéis todo mi amor, y que
con tantos títulos me habéis obligado a amaros.
15. ¿Y quién podrá en adelante excusarse
de amaros, viéndoos a Vos, Hijo predilecto del Padre eterno, terminar
voluntariamente por nosotros vuestra vida con una muerte tan amarga y
tan cruel? ¡Oh María! ¡Oh madre del amor hermoso! ¡Ah! por los méritos
de vuestro corazón abrasado todo de amor alcanzadme la gracia de no
vivir sino para amar a vuestro Hijo, que siendo por sí mismo digno de un
amor infinito, ha querido comprar a tanto precio el amor de un
miserable pecador como yo. ¡Oh amor de las almas! ¡oh Jesús mío! yo os
amo, yo os amo, yo os amo; pero todavía, os amo demasiado poco:
concededme Vos mismo un amor más grande y de unas llamas tan encendidas,
que me hagan vivir abrasado siempre en vuestro amor: yo en verdad no lo
merezco, mas Vos lo merecéis, bondad infinita. Amen. Así lo espero. Así
sea.
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