sábado, 25 de junio de 2011

CORPUS CHRISTI

A fines del siglo XIII, en Lieja, Bélgica, se suscita una gran piedad eucarística, cuyo centro fue la Abadía de Cornillón fundada en 1124 por el Obispo Albero de Lieja.

Este movimiento dio origen a varias solemnidades eucarísticas, como por ejemplo la Exposición y Bendición con el Santísimo Sacramento, el uso de las campanillas durante la elevación en la Misa y la fiesta del Corpus Christi.


Santa Juliana de Mont Cornillón

Por aquellos años priora de la Abadía, fue la enviada de Dios para propiciar esta Fiesta. La santa nace en Retines, cerca de Lieja, en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.

Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento; y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haber intensificado por una visión que tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad en la Iglesia.

Juliana comunicó estas apariciones a Monseñor Roberto de Thorete, el entonces obispo de Lieja, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos y a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Lieja, más tarde Papa Urbano IV.

El obispo de Thorete se impresionó favorablemente y convocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante.

Al mismo tiempo, el Papa ordenó que un monje de nombre Juan escribiera el oficio para esa ocasión.

Monseñor de Thorete no vivió para ver la realización de su mandato, ya que murió el 16 de octubre de 1246; pero la fiesta se celebró por primera vez al año siguiente el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual Alemania.

El Papa Urbano IV, por aquél entonces tenía la corte en Orvieto, un poco al norte de Roma; muy cerca de esta localidad se encuentra Bolsena, donde en 1263 o 1264 se produjo el famoso Milagro eucarístico: un sacerdote que celebraba la Santa Misa tuvo dudas sobre la Consagración y la Transubstanciación. Al momento de partir la Sagrada Forma, vio salir de ella sangre de la que se fue empapando en seguida el corporal. La venerada reliquia fue llevada en procesión a Orvieto el 19 junio de 1264.

Hoy se conservan los corporales en Orvieto, y también se puede ver la piedra del altar en Bolsena, manchada de sangre.

El Sumo Pontífice, movido por el prodigio, y a petición de varios obispos, hizo que se extendiese la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia por medio de la bula Transiturus, del 8 septiembre de 1264, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés y otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la Santa Misa y al oficio.

Una afirmación contenida en el texto del documento deja entrever un tercer motivo que contribuiría a la promulgación de la mencionada festividad en el calendario litúrgico: “Aunque renovemos todos los días en la Misa la memoria de la institución de este Sacramento, aún estimamos conveniente que sea celebrada más solemnemente, por lo menos una vez al año, para confundir particularmente a los herejes; pues en el Jueves Santo la Iglesia se ocupa de la reconciliación de los penitentes, la consagración del santo crisma, el lavatorio de los pies y otras muchas funciones que le impiden dedicarse plenamente a la veneración de este misterio”.

Así, la Solemnidad del Santísimo Cuerpo de Cristo nacía también para contrarrestar la perjudicial influencia de ciertas ideas heréticas que se propagaban entre el pueblo en detrimento de la verdadera Fe.

El Papa Urbano IV encargó un Oficio y una Misa a San Buenaventura y a Santo Tomás de Aquino.

Célebre se hizo el episodio ocurrido durante la presentación por parte de los dos Santos Doctores. El primero en exponer su obra fue fray Tomás. Serena y calmamente, desenrolló un pergamino y los circundantes oyeron la declamación pausada de la Secuencia compuesta por él: Lauda Sion Salvatorem, lauda ducem et pastorem in hymnis et canticis…

La admiración general iba creciendo, mientras Fray Tomás concluía:…tuos ibi commensales, cohæredes et sodales, fac sanctorum civium…

Fray Buenaventura, sin titubear rasgó su composición…, rindiéndole tributo de esta manera al genio y a la piedad de Santo Tomás.

En 1317 se promulga una recopilación de leyes -por Juan XXII- y así se extiende la fiesta a toda la Iglesia.

Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V (1417-1431) y Eugenio IV (1431-1447), y se hicieron bastante comunes a partir del siglo XIV.

Finalmente, el Concilio de Trento —en su Decreto sobre la Eucaristía, de 1551— declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable Sacramento con singular veneración y solemnidad; y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

A partir de este momento, la devoción eucarística florece con gran vigor entre los fieles: los himnos y antífonas compuestos por Santo Tomás de Aquino para la ocasión —entre ellos el Lauda Sion, verdadero compendio de teología del Santísimo Sacramento, llamado por algunos el Credo de la Eucaristía— pasaron a ocupar un lugar destacado dentro del tesoro litúrgico de la Iglesia.

Con el transcurso de los siglos, bajo el soplo del Espíritu Santo, la piedad popular y la sabiduría del Magisterio infalible se aliaron en la constitución de costumbres, usos, privilegios y honras que hoy acompañan al Servicio del Altar, formando una rica tradición eucarística.

El amor eucarístico del pueblo fiel no se limitó solamente a manifestaciones externas; al contrario, eran la expresión de un sentimiento profundo puesto por el Espíritu Santo en las almas, en el sentido de valorar el precioso don de la presencia sacramental de Jesús entre los hombres, conforme sus propias palabras: “Y yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

El misterio del amor de un Dios que no sólo se hizo semejante a nosotros para rescatarnos de la muerte del pecado, sino que quiso permanecer, en un extremo de ternura, entre los suyos, escuchando sus pedidos y fortaleciéndoles en sus tribulaciones, pasó a ser el centro de la vida cristiana, el alimento de los fuertes, la pasión de los santos.

San Pedro Julián Eymard, ardiente devoto y apóstol de la Eucaristía, expresaba:

“Se comprende que el Hijo de Dios, llevado por su amor al hombre, se haya hecho hombre como él, pues era natural que el Creador estuviese interesado en la reparación de la obra que salió de sus manos. Que, por un exceso de amor, el Hombre Dios muriese en la Cruz, se comprende también. Pero lo que no se comprende, aquello que espanta a los débiles en la Fe y escandaliza a los incrédulos, es que Jesucristo glorioso y triunfante, después de haber terminado su misión en la tierra, quiera permanecer aún con nosotros, en un estado más humillante y aniquilado que en Belén o en el Calvario”.


¿Cuáles deberían ser nuestra actitud y nuestros sentimientos al considerar el extremo de bondad que Dios hecho Hombre tiene hacia la criatura rescatada por su Sangre y no la abandonó, habiéndose encarnado, sino que se ha mantenido presente, asistiendo y amparando a todos los que a Él quisieran acercase?

Arrodillémonos delante del Tabernáculo o delante, aún mejor, del Ostensorio, entreguemos a Jesús Sacramentado todo nuestro ser —nuestro cuerpo con todos sus miembros y órganos, nuestro alma, con sus potencias, sus cualidades e incluso con sus propias miserias— y ofrezcámosle a Dios Padre la divina Sangre de su Hijo, derramada en la Cruz en reparación de nuestras faltas.

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