martes, 16 de marzo de 2010

NUESTRA SEÑORA DE LAS LAJAS

En el siglo dieciocho, en Colombia, María Meneses de Quiñones, que descendía de caciques indígenas solía caminar, un día del año 1754 cuando se acercaba a un puente, que está situado en un lugar de nombre LAS LAJAS se desató una tormenta. Muy asustada, la pobre indígena, se refugió en una cueva al lado del camino y sintiéndose angustiada y sola, comenzó a invocar a Nuestra Señora del Rosario, cuyo patrocinio se había hecho popular en la región gracias a los Dominicos. Entonces, sintió que alguien le tocó la espalda y la llamó. Ella se volteó, pero no vio nada. Con gran miedo, huyó . Días después, María regresó llevando en la espalda a su hijita Rosa, que era sordomuda. Cuando llegaron ,ella se sentó a descansar sobre una piedra. No había terminado de acomodarse, cuando la niña se bajó de su espalda y comenzó a treparse en las piedras de la cueva, exclamando: "¡Mami! ¡Mami!, ¡Aquí hay una señora blanca con un niño en sus brazos!"

María estaba fuera de sí del espanto, pues era la primera vez que oía a su hija hablar. Y, más aún, no veía por ninguna parte las figuras que la niña describía. Muy nerviosa y con temor, colocó a la niña sobre su espalda y se fue. Allí les contó a parientes y amigos lo sucedido, pero nadie le creyó. Una vez que María arregló sus asuntos en Ipiales, regresó a su casa en Potosí. Cuando llegó al sitio donde se hallaba la cueva, sin vacilar, pasó por el frente de la entrada, y entonces Rosa gritó: "¡Mami! ¡La señora blanca me está llamando!" María no podía ver nada. Asustada en extremo, se apresuró a llevarse a la niña lejos de allí. Cuando llegó a casa, hizo el relato a sus amistades de lo que le había pasado. De esta manera, muy pronto la región entera supo del misterio de la cueva, la cual todos conocían, pues quedaba al pie de un camino muy transitado.

Unos días después, Rosa desapareció de su casa. María, angustiadísima, la buscó por todas partes, pero no la halló, hasta que su corazón de madre la hizo caer en la cuenta de que su hija debía haber ido a la cueva, pues a menudo decía que la mujer blanca la llamaba. Así pues, se apresuró a la cueva del Guáitara y se alegró muchísimo de que su corazón de madre no la había engañado. Vio a su hija arrodillada frente a la mujer blanca y jugando, cariñosa y familiarmente, con el niño, el cual había bajado de los brazos de su madre para permitirle a la niña disfrutar su divina y sublime ternura. María cayó de rodillas ante este hermoso espectáculo; había visto a la Santísima Virgen por primera vez. Temerosa del menosprecio de sus parientes y vecinos, que no le habían creído lo que ya les había contado, María prefirió callar al respecto. Comenzó a frecuentar la cueva, y, poco a poco, la llenó de flores silvestres y velas de sebo, que su hija le ayudó a pegar en la vía de piedra. Pasó el tiempo, y el secreto lo sabían sólo María y Rosa, hasta el día en que la niña cayó gravemente enferma y pronto murió. María, muy afligida, decidió llevar el cuerpo de la niña a los pies de la Señora del Guáitara. Allí le recordó a la Virgen todas las flores y velas que Rosa le solía llevar, y le pidió que le devolviera la vida.

Sintiéndose presionada por la tristeza de las súplicas maternales que no cesaban, la Virgen Santísima consiguió de su Divino Hijo el milagro de la resurrección de la pequeña Rosa. Llena de alegría, María se fue a Ipiales. Llegó a las diez de la noche. Les contó a todos sus allegados la maravilla ocurrida. Los que se encontraban ya durmiendo, se levantaron; hicieron que tocaran las campanas de la iglesia, y una gran muchedumbre se reunió frente a la iglesia de la villa. Ya estaba amaneciendo, y todos se dirigieron hacia la cueva. Llegaron al rayar el alba. A las seis de la mañana, se encontraban en Las Lajas. Ya no podía haber duda acerca del milagro; de la cueva brillaban luces extraordinarias. Allí, en la pared de piedra, se hallaba grabada para siempre la imagen de la Santísima Virgen .