lunes, 1 de marzo de 2010

Marzo


Dice el Padre Faber que de todas las fiestas del año la del 25 de Marzo es la más difícil de celebrar dignamente. La fiesta de la Anunciación es también la fiesta de la Encarnación.

Según los Bolandistas, Marzo es el primero de los meses, pues dicen que el mundo fue creado en Marzo, y que en Marzo fue concebido el Redentor.

Marzo es el primer mes que iluminó la luz del día. El “Fiat” de Dios ordenando a la luz que naciera, y el “Fiat” de la Virgen aceptando la Maternidad Divina, fueron pronunciados en el mes de Marzo.

En Marzo murió Nuestro Señor Jesucristo, y el 25 de Marzo fue el día de su Encarnación.

Creen además los Bolandistas que el fin del mundo será en Marzo; que el mundo será juzgado en el mes mismo en que fue creado; que el juicio final será un aniversario de la creación.

De este modo, Marzo viene a ser el mes de los comienzos y el mes de las renovaciones. Por esta razón tal vez ha sido llamado “Artion”, que deriva de “Artius”, que quiere decir completo.

Los itálicos le llamaban “Primus”, el primero. Los hebreos le llamaban Nizan, y con él empezaba el año. Los romanos le llamaron mes de Marte, el dios de la guerra. El primero de los meses fue dedicado al primero de sus ídolos, al preferido.

Las tradiciones más antiguas del mundo atribuyen al mes de Marzo privilegios muy notables. Marzo vio la primera victoria de Dios, pues dicen que el 25 de este mes San Miguel venció a Satán. Los Ángeles fueron creados al mismo tiempo que la luz, y la luz fue separada de las tinieblas. Esta separación indica misteriosamente la división entre los ángeles buenos y los malos. El Ángel, como la luz, existió antes que el hombre. Así el 25 de Marzo vio el primer combate y la primera victoria.

Nace Adán, peca y muere; y según la tradición su cráneo fue enterrado el día 25 de Marzo en la montaña del Calvario, donde más tarde debía alzarse la cruz del segundo Adán.

También, según la antigua tradición, Abel, el primer mártir, fue muerto en 25 de Marzo. El día del primer homicidio debió ser para Adán un día de revelación: pues en él vió lo que era la muerte que le había sido anunciada y que no había visto todavía.

Según la misma tradición, el 25 de Marzo Melquisedec ofreció el pan y el vino al Altísimo. El misterioso sacrificio de Melquisedec fue sobre el pan y el vino para anunciar la Eucaristía, que fue instituida en Marzo.

Siguiendo igual tradición, Abraham, al ser puesto a prueba, condujo a Isaac al monte Moria, para inmolarlo, un día del mes de Marzo. Y la Víctima verdadera debía ser tras muchos siglos, inmolada en Marzo. En Marzo debía cumplirse la “Realidad”, como en Marzo había sido la figuración: Isaac era la sombra de Aquel que más tarde subió al Calvario, y que no fue reemplazado por un carnero.

En Marzo, sigue la tradición, los hebreos pasaron el mar Rojo, y en Marzo se celebró la primera Pascua.

En Marzo murió Santa Verónica, y en Marzo San Pedro fue libertado de su prisión por un Ángel.

Estos aniversarios no son meras coincidencias; se contestan unos a otros como los ecos se responden de montaña en montaña. Señalan las horas del reloj del tiempo. La nube que guiaba a los hebreos a través del desierto estaba hecha de luz y sombras. El plan gigantesco que abraza la creación, la Redención, la consumación, es ora luminoso y ora oscuro. La mano que guía a la humanidad, ora baja y ora levanta el velo, tras el cual aparecen las misteriosas y solemnes armonías.

Curioso que coincidan el aniversario de la Creación y el Juicio Final. Estemos atentos al mes de Marzo, que tiene más miga de la que parece. “Santas Coincidencias”.

Hay tantas cosas que decir sobre el fin del mes de Marzo, que es menester escoger entre ellas.

La fiesta de la Anunciación es también la fiesta de la Encarnación; porque después de la Anunciación, la Encarnación no se hizo esperar.

Es ésta, pues, la fiesta de aquel momento supremo predicho desde tantos siglos; es la fiesta deseada por Patriarcas y Profetas; aquella de la que Abraham deseó ver el día.

La Encarnación había sido invocada por todas las grandes voces inspiradas que el mundo había escuchado; y los mismos gentiles, agitados por un confuso instinto, la desearon sin conocerla. Virgilio alzó la voz entre las angustias y las esperanzas del mundo pagano; y la Sibila emitió oráculos que fueron aceptados.

Lo extraordinario de la época de Virgilio es que brota en el centro mismo de la civilización, en el centro culto e ilustrado. Los hombres civilizados, refinados, instruidos, en el sentido general de esta palabra, son muchas veces, para las cosas del instinto divino, más sordos y más mudos que las multitudes ignorantes. Y, sin embargo, el sordo rumor que cundía por el mundo fue oído a los pies del trono de Augusto, en aquella Roma tan orgullosa de sí misma, tan ocupada en su gloria y llena de su vanidad.

Virgilio no estaba en condiciones de oír las cosas profundas; y no obstante se encargó de dar testimonio y de decir en versos elegantes que había oído algo. Y antes que él lo dijeron Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, el gran Daniel, el hombre de los deseos. ¿Y Balaam? ¿Qué diremos de ese hombre extraordinario que hablaba a pesar suyo? ¿Y Abraham, Isaac, Jacob, e Israel? Y en el intervalo Moisés.

Todas las grandes voces se habían dado una suprema cita. Los ecos de todas las montañas, de todos los valles, hasta de todas las colinas, repetían la misma promesa, la repetían sin repetirse; pues la promesa, una en sí misma, variaba sin cesar en los puntos de vista, en los aspectos, en las palabras y en los detalles. Era siempre la misma promesa, pero no resonaba de igual modo en todas partes; el eco de las montañas no es el de los valles. La promesa decía siempre igual, sin parecerse nunca a sí misma.

¿Qué debió pasar por el alma de la Virgen cuando el Ángel se le apareció, cuando apareciéndosele le dijo que había llegado el momento, aquel momento que su deseo había llamado después de tantos otros deseos? ¿Qué debió pasar por el alma de la Virgen cuando el Ángel le anunció que el momento había llegado no sólo para Ella, sino que llegaba por Ella; que Ella, Ella misma, era la Madre del Mesías? Y no ya anunciárselo, sino proponérselo: esperar su aceptación.

El Cardenal de Berulle hace sobre esto una singular observación. Nota que nada más fácil para María que adivinar que Ella, Ella misma, era la Madre del Mesías. Sabía las promesas, sabía que la plenitud de los tiempos había llegado; sabía que el Mesías saldría de la casa de David, y sabía que Ella era de la casa de David. Sabía que una Virgen concebiría y pariría. Sabía su voto de virginidad, y que Ella era la única que lo había hecho, en contra de las ideas de los judíos. Podía ver cómo sobre su cabeza predestinada se reunían todas las condiciones requeridas para tal predestinación; podía ver cómo sobre Ella convergían todos los rayos de la luz profética. Pues bien, ¡nada veía, nada comprendía! No sabía, no adivinaba. Estaba ciega para sí misma y no se reconocía como la Mujer designada, aun conociendo todas las señales de la designación. Hasta se dice que pedía como supremo honor el de ser la sierva de la Madre del Mesías, y que la idea de ser Ella misma esta Madre no se había presentado a su espíritu. Pero dijo: ¡Fiat!

Según la antigua tradición, el mundo fue creado en Marzo. El “Fiat lux” resonó en este mes. La palabra “Fiat” está llena de misterios, de misterios de creación y de misterios de renovación. Y también de misterios de consumación, pues el fin del mundo pudiera ocurrir en la misma época del año en que fue creado.

Pero sea lo que sea de este último punto, es muy notable que la palabra “Fiat” haya dado a la luz natural y a la sobrenatural la orden o el permiso para brillar.

Y alrededor de la misma época del año, alrededor del mismo momento en que el Hijo de Dios se encarnó y en que el Hijo de Dios murió, se agrupa el recuerdo de personajes cuyas fiestas, casi ignoradas, se colocan un poco al azar: por ejemplo, Melquisedec, Isaac, el buen Ladrón. Sus fiestas van del 25 de Marzo al 12 de Abril y a Isaac el 1º de Mayo; pero en otras partes sus fiestas son más pronto. El buen Ladrón tiene su fiesta cerca de la Pascua, sin día fijo.

Estos nombres, grandes y misteriosos, se agrupan alrededor de los días en que el Salvador se encarnó y murió, porque tienen con Él una relación misteriosa y profunda.

¿Quién fue Melquisedec? Nadie lo sabe a punto fijo, pues su grandeza, afirmada por San Pablo, parece atestiguada y glorificada por el misterio mismo en que su nombre está sumido. Ni una palabra de su genealogía, de su padre ni de su madre. Lo cercano que está de la eternidad permite declararle sin origen ni fin. ¡Qué sublime actitud la suya! Aparece a lo lejos de la Historia como Rey de justicia. Es Rey de la Ciudad de la paz. Rey de Salem, es decir, de Jerusalén, antes que Jerusalén tuviera ese nombre. Es Rey y es Sacerdote, es Pontífice eterno. Melquisedec quiere decir Rey de justicia. De modo que este hombre no puede nombrársele sin nombrar la justicia al mismo tiempo. La justicia se asimiló a él, penetró en su nombre. Es un Rey que nos aparece como Rey de justicia y como Sacerdote. Poco conocemos del ejercicio de sus funciones; solo vemos de ellos la ofrenda y la bendición.

¡Cuán grandiosa escena! Tales personajes nos parecen alzarse mucho más allá de la talla de los hombres. Abraham, padre de los creyentes, aquel cuya posteridad había de ser numerosa como las estrellas del cielo, acababa de librar a Lot de manos de los reyes vecinos suyos. Melquisedec llega a su encuentro ofreciendo el pan y el vino, pues era sacerdote del Altísimo.

Paréceme que él es el primero a quien la Escritura atribuye esa cualidad de sacerdote. Como tal ofrece el pan y el vino solemnemente, proféticamente. Anuncia la Eucaristía y da la bendición; y su bendición es sencilla y solemne como su ofrenda: ¡Que Dios Altísimo, que hizo el cielo y la tierra, bendiga a Abraham!

Y ningún otro dato más preciso tenemos sobre él. Quizá la vaguedad del nombre de Melquisedec sienta muy bien a su grandeza. La Iglesia no le ha designado fiesta alguna para ser universalmente celebrada; pero en el Canon de la Misa le coloca al lado de Abraham y de Abel.

El más ilustre de estos dos últimos es Abraham. Su sacrificio se ha hecho popular, porque remueve el fondo de la naturaleza humana. La fiesta de Isaac se celebra por los mismos días que la de Melquisedec, pero, como ésta, es local y variable.

El nombre de Isaac significa Risa. Cuando el Señor anunció su nacimiento Sara rió, porque ya era vieja. Se ocultó para reír, reía detrás de la puerta. Y el Señor dijo: ¿Por qué se ha reído Sara? ¿Hay algo difícil para Dios? No he reído, dijo Sara espantada. No es lo que dices, repuso el Señor, has reído. Y cuando nació el niño se le llamó Risa. El Señor, dijo Sara, es el autor de mi risa. Cualquiera que oiga mi historia reirá conmigo.

La palabra risa, que aparece a cada instante al tratarse de Isaac, es una de las palabras más raras en la Sagrada Escritura, pródiga de ellas para Isaac, y avara fuera de él. Fuera de él, hasta las pocas veces que la emplea es en sentido figurado: es para la ironía, para la impiedad de los hombres o para la cólera del Señor; pero la verdadera risa, la risa propiamente dicha, creo que no se vuelve a encontrar ya después del nacimiento de Isaac, que es uno de los primeros hechos de la historia humana contados por la Escritura.

¿Qué sucedió en la montaña del sacrificio? Nadie lo sabe a punto fijo. ¿Hasta donde llegó el dolor de Abraham? ¡Aquel hijo por tanto tiempo deseado, tan inesperado que la promesa de su nacimiento hacía reír a Sara; aquel hijo cuyo nacimiento fue la obra maestra de lo inverosímil, era el hijo que había que inmolar! Su nacimiento había parecido una victoria de Dios sobre las leyes de la naturaleza. Y cuando este hijo amado, nacido contra toda verosimilitud, es ya un joven, hay que darle muerte: ¡a él, que lleva la Esperanza y la Promesa de una posteridad numerosa como las estrellas del cielo! ¡Hay que matar este germen de vida a tanta costa adquirido, tan deseado, tan precioso! ¿Que ideas rugirían en el fondo de Abraham?, ¡qué tempestad! Y sin embargo obedece con una sencillez que llena por sí sola toda la narración de la Escritura. Nada de reflexiones: el hecho; pero el hecho es tan terrible que sobreentiende todos los sentimientos humanos.

San Ephrem hace una interesante observación. Abraham, cuando ve la montaña del sacrificio, dice a sus servidores: “Aguardad aquí con el asno, yo y mi hijo volveremos cuando habremos adorado”. Abraham no creía lo que decía; y, sin embargo, decía la verdad: la decía sin conocerla. Tenía intención de matar al hijo; no sabía que el muchacho volvería con él, y sin embargo, lo decía como si hubiera previsto el desenlace que no preveía. Profetizaba sin saberlo. Sus labios, dice San Ephrem, pronunciaban lo que su espíritu no sabía, y pronunciaban la verdad.

Un momento después, solo con su padre, Isaac hace una pregunta desgarradora. ¡Padre! ¿Qué quieres, hijo mío? He aquí el fuego y la leña; Pero, ¿dónde está la víctima? Dios se proporcionará la víctima, hijo mío. Abraham vuelve a profetizar, y profetiza de nuevo sin saberlo. Anuncia la aparición del Ángel y el encuentro del carnero, ignorando una y otra cosa.

La Escritura es tan fecunda que aparece siempre joven. El sacrificio de Abraham es un drama cuya emoción ha atravesado los siglos sin ser disminuida, No es posible encomiar como se merece la sencillez de la narración. Es una sencillez terrible. Cuantas menos cosas dice, más deja adivinar.

La pregunta de Isaac es de una inocencia que desgarra el corazón, y la respuesta de Abraham es de una sabiduría igualmente desgarradora, porque esta sabiduría profética sólo estaba en sus labios, no penetraban en su espíritu.

De Isaac al buen Ladrón no hay transición visible. Son dos figuras que en nada se parecen y que están separadas por muchos siglos. Pero en la economía de las Redención todo está relacionado de tal modo que el arte de las transiciones es para ella completamente inútil. Isaac es la figura del pecador rescatado.

Y el buen Ladrón, ¿no es el tipo del pecador perdonado? Isaac era inocente, y el buen Ladrón culpable. El culpable está junto a Jesucristo físicamente, en el tiempo y en el espacio. El inocente simboliza a Jesucristo de lejos, a través del tiempo y del espacio.

Según la tradición, el buen Ladrón se llamaba Dimas. San Anselmo cuenta su historia, no como un hecho auténtico, sino como una leyenda muy acreditada. Según la relación de San Anselmo, Dimas vivía en un bosque cuando la huída de la Santa Familia a Egipto. Era hijo del capitán de unos malhechores que acechaban allí a los viajeros para robarles. Aparece la Santa Familia, y Dimas, al ver al hombre, a la mujer y al Niño se dispone a atacarles. Pero al acercárseles se siente invadido por tierno y afectuoso respeto, les ofrece hospitalidad, les da cuanto necesitan, y colma al Niño de caricias. María le da las gracias y le promete una gran recompensa. Jesucristo moribundo cumple la promesa de su Madre. Dimas, en la cruz, fue recompensado de su proceder en el bosque.

Haya lo que haya de cierto en la leyenda contada por San Anselmo, el buen Ladrón es una de las figuras más singulares de la historia de los Santos. Es un ladrón y asesino canonizado por boca de Jesucristo, y colocado a la derecha del Hijo; en esto representa a los elegidos todos.

El Calvario representa el juicio final. El buen Ladrón es, pues, figura del pueblo predestinado; es el trabajador de última hora que experimenta la magnificencia de Aquel a quien invoca y adora. Reconoce a su vecino el Crucificado como a Juez de los vivos y los muertos. Y el Crucificado responde.

Según el Padre Ventura, los dos Ladrones dan a los hombres dos lecciones capitales. El buen Ladrón, cargado de crímenes y armado solamente con un breve arrepentimiento, dice al género humano: “Nunca hay que desesperar”. El mal Ladrón, en condiciones aparentemente idénticas, muere al lado de Jesús y dice al género humano: “Nunca hay que presumir”.

El buen Ladrón es especialmente invocado contra la tortura, contra la impenitencia final y contra los ladrones.