Una de las grandes corrupciones que hoy padece la Iglesia es la falsificación de la caridad.
Todos conocemos el lugar que ocupa la caridad en la estructura moral y religiosa de la doctrina y práctica cristianas. Pues bien, fruto del espíritu masónico que impera en grandes sectores de la Iglesia, se ha adulterado la caridad y ha penetrado la ideología del humanismo y la tolerancia. Existe un seudoapostolado que pervierte a los hombres, repitiéndose en la Iglesia aquella misma infidelidad de la que Cristo acusó a los jerarcas de la Sinagoga: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para hacer un prosélito y cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la condenación al doble que vosotros” (Mt. XXIII, 15); porque así como la verdadera caridad es fuente y centro de las demás virtudes, así la falsa caridad promovida hoy por un falso cristianismo, se convierte en foco y fuente inspiradora de terrorífica corrupción moral en el mundo moderno occidental.
Fijémonos, por ejemplo, que ya casi no se usa en amplísimos sectores de la Iglesia el término caridad. La palabra ha sido sustituida por un término más genérico, y por tanto, equívoco, de “amor”. Porque la caridad designa una forma específica de amor y no cualquiera. La verdadera caridad no es cualquier amor. Es el Amor de Dios participado en nosotros por su gracia, y por el cual entonces sólo somos capaces de amar a Dios por sobre todas las cosas – y, en segundo lugar – al prójimo como a nosotros mismos; y esto último precisamente por amor de Dios. El amor de caridad no es un mero amor humano – por legítimo que este sea –; es amor divino. No propio de nuestra naturaleza humana, sino amor sobrenatural, recibido de lo Alto.
Este amor fue predicado por Jesucristo y nos lo enseñó en el gran principio de la moral evangélica: el amor está por encima de la ley. Por eso Cristo afirmó que la caridad cumple toda la ley y la resume: “No he venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento” (Mt. V, 17), y “en este mandamiento – de amor – está contenida toda la ley y los profetas” (Mt. XXII, 40).
Pero del mismo modo Cristo fustigó en contra del legalismo farisaico, contra la mera observancia de la ley; que hacía de ella un impedimento para el amor de Dios, y así la intención de la ley quedaba pervertida. El fariseísmo había pervertido a la ley.
Un magnífico ejemplo de la vivencia de la moral cristiana, es la máxima de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, es decir, ama a Dios sobre todas las cosas y todo lo que tú quieras será del beneplácito de Dios, porque sencillamente tu voluntad será una con Dios.
¿Pero qué fue lo que ocurrió? Lo que pasó fue que el demonio “metió la cola” en este santuario del cristianismo que es la “primacía del amor sobre la ley”. Adulteró el principio máximo. Si en los tiempos de los fariseos había opuesto a la ley contra el amor, ahora era al revés, se trataba de poner al amor contra la ley. ¿Y cómo lo hizo? Predicando que la ley debe ignorarse, y que lo importante es el amor. Ya no importa violar los mandatos... sólo se nos pide... “amar”. El “haz lo que quieras” de San Agustín se convirtió en “haz lo que te guste”, “lo que te venga en gana”, y ello es así porque habitualmente el hombre “ama” o “le gusta” lo que la ley prohíbe. Y así se corrompió la caridad. El mayor corrosivo de toda moral. Con tal de que ames, haz lo que quieras. Es pues la moral del “permisivismo”, de la “tolerancia”. Esta moral del amor es la que impulsa a la esposa a dejar al marido para su propia “autorrealización”. Es este “amor humanista” la herencia deformada de lo que alguna vez fue la moral cristiana, y que ha sido asumida por la Iglesia y predicada como si tal cosa fuera la caridad predicada por Jesucristo.
Es valerse de Cristo para inducir al pecado. Y esto está pasando en una enorme porción de fieles y pastores de la Iglesia. La jerarquía reformuló el cristianismo bajo un cristianismo light, sin mandamientos y sin la cruz de Cristo. Es común escuchar cómo se ha alejado del cristiano corriente y de una parte de la jerarquía de la Iglesia el espíritu de compunción, de arrepentimiento, de humillación, de sacrificio, de penitencia, de mortificación de los sentidos, de la carne y de la voluntad, dando paso a una insensibilidad de toda conciencia de pecado.
Lo oímos a diario en las homilías dominicales: “lo que importa hermanos es el amor”; “ama a tu hermana, a tu hermano, a tus amigos”; “seremos juzgados en el amor”; “cuánto amor tienes a los pobres, a los desamparados, a los que no tienen nada”; “padres, cuidado con el autoritarismo, con el rigorismo en los hijos; no caigan en los escrúpulos”; “Jesús no quiere sacrificios sino amor”, y de ahí pasamos a los múltiples testimonios de confesionario donde los sacerdotes legitiman a muchos divorciados –y vueltos a casar– a comulgar si sienten amor, o a los jóvenes a justificar sus relaciones con la novia siempre que haya amor. Es el “amor al prójimo” sin el Amor a Dios.
Amor, ¡cuántos crímenes, delitos, aberraciones y pecados se han cometido en su nombre!.
Hay que entender que el verdadero amor es igual a sacrificio. Presupone la abnegación, el vencimiento y la renuncia al propio yo egoísta que tenemos en nuestro corazón derivado del pecado original. De ahí la necesidad del sacrificio apoyado en la gracia de Dios para ir cumpliendo con lo que exige la verdadera caridad. Por eso, “no hay mayor amor que el que da la vida por los demás” (Jn XV, 13) y el mejor ejemplo lo encontramos en la cruz de Cristo, que dio la vida por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz. No obstante, para este mundo light, sin conciencia de pecado ni culpa, esta insistencia anti-legalista en boca de tantos y tantos sacerdotes, contribuye a la eliminación de los últimos restos de la conciencia de culpabilidad que yace moribunda.
Como consecuencia de todo esto ha venido un gran caos de confusión doctrinal y moral de muchos pastores y jerarcas de la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, que en la gravísima responsabilidad de su deber de enseñar a los hombres el camino de la salvación de sus almas, mal formaron e incumplieron con este compromiso y las consecuencias no se han hecho esperar. Por eso no es de extrañar la denuncia que la Santísima Virgen, en muchas de sus apariciones, ha hecho de la mala vida de sacerdotes, obispos y cardenales y todo ello en consonancia al mensaje de la Escritura. Dice Jeremías: “Es que han sido torpes los pastores y no han buscado a Yahvé; no obraron cuerdamente y toda su grey fue dispersada. ¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse a las ovejas de mis pastos... vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis...”(X, 21).
La Cuaresma que dará inicio en unos dias más se presenta así como el tiempo propicio para volver a Dios con la auténtica caridad cristiana, que exige, en primer lugar, el Amor de Dios en el cumplimiento de Sus Mandatos y Leyes, que nos llevan a la conversión sincera en una vida de purificación y penitencia; pues no basta con ser buenos, es preciso hacer oración y sacrificio, y esta oportunidad se nos presenta inmejorablemente en el tiempo cuaresmal, cada uno según su condición y dirección.
Luis Eduardo López Padilla
10 de febrero del 2010
Todos conocemos el lugar que ocupa la caridad en la estructura moral y religiosa de la doctrina y práctica cristianas. Pues bien, fruto del espíritu masónico que impera en grandes sectores de la Iglesia, se ha adulterado la caridad y ha penetrado la ideología del humanismo y la tolerancia. Existe un seudoapostolado que pervierte a los hombres, repitiéndose en la Iglesia aquella misma infidelidad de la que Cristo acusó a los jerarcas de la Sinagoga: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para hacer un prosélito y cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la condenación al doble que vosotros” (Mt. XXIII, 15); porque así como la verdadera caridad es fuente y centro de las demás virtudes, así la falsa caridad promovida hoy por un falso cristianismo, se convierte en foco y fuente inspiradora de terrorífica corrupción moral en el mundo moderno occidental.
Fijémonos, por ejemplo, que ya casi no se usa en amplísimos sectores de la Iglesia el término caridad. La palabra ha sido sustituida por un término más genérico, y por tanto, equívoco, de “amor”. Porque la caridad designa una forma específica de amor y no cualquiera. La verdadera caridad no es cualquier amor. Es el Amor de Dios participado en nosotros por su gracia, y por el cual entonces sólo somos capaces de amar a Dios por sobre todas las cosas – y, en segundo lugar – al prójimo como a nosotros mismos; y esto último precisamente por amor de Dios. El amor de caridad no es un mero amor humano – por legítimo que este sea –; es amor divino. No propio de nuestra naturaleza humana, sino amor sobrenatural, recibido de lo Alto.
Este amor fue predicado por Jesucristo y nos lo enseñó en el gran principio de la moral evangélica: el amor está por encima de la ley. Por eso Cristo afirmó que la caridad cumple toda la ley y la resume: “No he venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento” (Mt. V, 17), y “en este mandamiento – de amor – está contenida toda la ley y los profetas” (Mt. XXII, 40).
Pero del mismo modo Cristo fustigó en contra del legalismo farisaico, contra la mera observancia de la ley; que hacía de ella un impedimento para el amor de Dios, y así la intención de la ley quedaba pervertida. El fariseísmo había pervertido a la ley.
Un magnífico ejemplo de la vivencia de la moral cristiana, es la máxima de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, es decir, ama a Dios sobre todas las cosas y todo lo que tú quieras será del beneplácito de Dios, porque sencillamente tu voluntad será una con Dios.
¿Pero qué fue lo que ocurrió? Lo que pasó fue que el demonio “metió la cola” en este santuario del cristianismo que es la “primacía del amor sobre la ley”. Adulteró el principio máximo. Si en los tiempos de los fariseos había opuesto a la ley contra el amor, ahora era al revés, se trataba de poner al amor contra la ley. ¿Y cómo lo hizo? Predicando que la ley debe ignorarse, y que lo importante es el amor. Ya no importa violar los mandatos... sólo se nos pide... “amar”. El “haz lo que quieras” de San Agustín se convirtió en “haz lo que te guste”, “lo que te venga en gana”, y ello es así porque habitualmente el hombre “ama” o “le gusta” lo que la ley prohíbe. Y así se corrompió la caridad. El mayor corrosivo de toda moral. Con tal de que ames, haz lo que quieras. Es pues la moral del “permisivismo”, de la “tolerancia”. Esta moral del amor es la que impulsa a la esposa a dejar al marido para su propia “autorrealización”. Es este “amor humanista” la herencia deformada de lo que alguna vez fue la moral cristiana, y que ha sido asumida por la Iglesia y predicada como si tal cosa fuera la caridad predicada por Jesucristo.
Es valerse de Cristo para inducir al pecado. Y esto está pasando en una enorme porción de fieles y pastores de la Iglesia. La jerarquía reformuló el cristianismo bajo un cristianismo light, sin mandamientos y sin la cruz de Cristo. Es común escuchar cómo se ha alejado del cristiano corriente y de una parte de la jerarquía de la Iglesia el espíritu de compunción, de arrepentimiento, de humillación, de sacrificio, de penitencia, de mortificación de los sentidos, de la carne y de la voluntad, dando paso a una insensibilidad de toda conciencia de pecado.
Lo oímos a diario en las homilías dominicales: “lo que importa hermanos es el amor”; “ama a tu hermana, a tu hermano, a tus amigos”; “seremos juzgados en el amor”; “cuánto amor tienes a los pobres, a los desamparados, a los que no tienen nada”; “padres, cuidado con el autoritarismo, con el rigorismo en los hijos; no caigan en los escrúpulos”; “Jesús no quiere sacrificios sino amor”, y de ahí pasamos a los múltiples testimonios de confesionario donde los sacerdotes legitiman a muchos divorciados –y vueltos a casar– a comulgar si sienten amor, o a los jóvenes a justificar sus relaciones con la novia siempre que haya amor. Es el “amor al prójimo” sin el Amor a Dios.
Amor, ¡cuántos crímenes, delitos, aberraciones y pecados se han cometido en su nombre!.
Hay que entender que el verdadero amor es igual a sacrificio. Presupone la abnegación, el vencimiento y la renuncia al propio yo egoísta que tenemos en nuestro corazón derivado del pecado original. De ahí la necesidad del sacrificio apoyado en la gracia de Dios para ir cumpliendo con lo que exige la verdadera caridad. Por eso, “no hay mayor amor que el que da la vida por los demás” (Jn XV, 13) y el mejor ejemplo lo encontramos en la cruz de Cristo, que dio la vida por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz. No obstante, para este mundo light, sin conciencia de pecado ni culpa, esta insistencia anti-legalista en boca de tantos y tantos sacerdotes, contribuye a la eliminación de los últimos restos de la conciencia de culpabilidad que yace moribunda.
Como consecuencia de todo esto ha venido un gran caos de confusión doctrinal y moral de muchos pastores y jerarcas de la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, que en la gravísima responsabilidad de su deber de enseñar a los hombres el camino de la salvación de sus almas, mal formaron e incumplieron con este compromiso y las consecuencias no se han hecho esperar. Por eso no es de extrañar la denuncia que la Santísima Virgen, en muchas de sus apariciones, ha hecho de la mala vida de sacerdotes, obispos y cardenales y todo ello en consonancia al mensaje de la Escritura. Dice Jeremías: “Es que han sido torpes los pastores y no han buscado a Yahvé; no obraron cuerdamente y toda su grey fue dispersada. ¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse a las ovejas de mis pastos... vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis...”(X, 21).
La Cuaresma que dará inicio en unos dias más se presenta así como el tiempo propicio para volver a Dios con la auténtica caridad cristiana, que exige, en primer lugar, el Amor de Dios en el cumplimiento de Sus Mandatos y Leyes, que nos llevan a la conversión sincera en una vida de purificación y penitencia; pues no basta con ser buenos, es preciso hacer oración y sacrificio, y esta oportunidad se nos presenta inmejorablemente en el tiempo cuaresmal, cada uno según su condición y dirección.
Luis Eduardo López Padilla
10 de febrero del 2010
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