domingo, 10 de mayo de 2009

Orígenes del Celibato Eclesiástico

El primer documento escrito que poseemos sobre dicho asunto son los cánones del Concilio de Elvira, en el primer decenio del siglo IV. Mencionan la disciplina del celibato: «Los Padres son unánimes sobre la obligación del celibato impuesta a los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos; es decir: a todos los clérigos al servicio del altar, quienes deben guardarse de conocer a sus esposas y de engendrar hijos. Quien sin embargo haga eso, debe ser excluido del estado eclesiástico».

Tras la marcha del joven rico, «entonces, tomando Pedro la palabra, le dijo: "Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué tendremos?". Jesús les dijo: "En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o campos, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna"» (Mt. 19, 27-29).

Volvamos a los concilios: el segundo texto nos lo proporciona un concilio africano celebrado en Cartago en el 390. El texto se halla en el Codex canonum Ecclesiae Africanae: «Estamos todos de acuerdo sobre este punto: que los obispos, sacerdotes y diáconos, los guardianes de la castidad, se guarden a sí mismos de su propia esposa, a fin de que la castidad sea conservada en todo y por todos los que trabajan en el altar. (...) Así guardamos lo que enseñaron los Apóstoles y es considerado como un uso antiguo».

Otros concilios repetirán esas disposiciones evocadas por el concilio de Elvira y de Cartago. Incluso podemos citar el Concilio ecuménico de Nicea, celebrado bastante antes que el de Cartago (325), que en su canon 3 prohíbe a los obispos, sacerdotes y diáconos que alojen en su casa a mujeres que no sean su madre, su hermana o su tía (las únicas personas que escapan a toda sospecha). A su vez, el gran concilio africano de Hipona, en el 393, recuerda: «Que ninguna extraña habite con un clérigo, sea éste quien fuere, sino sólo las madres, abuelas, tías, hermanas, sobrinas». El Concilio de Toledo (400) invoca la autoridad del de Nicea; a continuación prohíbe a todo clérigo que tenga en su casa a ninguna mujer que no sea su propia hermana. El Concilio de Arles (siglo V) repite los términos de Nicea y precisa que la obligación de la continencia rige a partir del diaconado, y ello so pena de excomunión, y que la cohabitación está prohibida incluso con una "esposa convertida", es decir, con una esposa que, de concierto con su marido ordenado, ha hecho voto de continencia perpetua.
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hay muchos testimonios de Papas, solo pretendo colocar por lo menos uno, para que este articulo no sea extenso:
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Mencionemos en primer lugar una carta del Papa San Siricio al obispo Himerio de Tarragona (385), carta en la que escribe que los sacerdotes y diáconos que sigan engendrando hijos tras su ordenación vulneran una ley inviolable que, desde el comienzo de la Iglesia, ata a los clérigos que han recibido las órdenes sagradas. Agrega que «si dichos sacerdotes apelan a la Ley antigua, en que los sacerdotes y levitas hacían uso del matrimonio fuera del tiempo consagrado al servicio del altar, son refutados por la ley nueva, que quiere que los clérigos que han recibido la órdenes sagradas desempeñen sus funciones en el altar todos los días, y es por eso por lo que vivirán el celibato desde el día de su ordenación».
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Aqui algo de los Padre de la Iglesia:
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Clemente de Alejandría (150-221) atestigua que Pedro y varios Apóstoles más estaban casados en el momento en que Jesús los llamó a su servicio; agrega que si después a dichos Apóstoles los acompañaron sus mujeres en sus viajes misioneros, «no era en calidad de esposas, sino a título de hermanas». San Ambrosio afirma que el celibato constituye un nuevo mandamiento para los sacerdotes del Nuevo Testamento respecto de los del Antiguo; indica la razón: los sacerdotes del Nuevo Testamento deben darse todos los días a la plegaria y al servicio del altar, mientras que los sacerdotes del Antiguo Testamento sólo desempeñaban su oficio estrictamente sacerdotal en el templo algunas semanas al año. San Jerónimo (segunda mitad del siglo IV) conocía la práctica de la Iglesia tanto en Oriente como en Occidente, por haber sido, sucesivamente, estudiante de derecho en Roma, monje en Siria, sacerdote en Constantinopla, secretario del Papa San Dámaso, y abad en Belén. No indica diferencia alguna en cuanto a la práctica de su época; se apoya en un pasaje de San Pablo (I Cor. 7, 5) para probar la legitimidad del celibato, y comenta: «si semper orandum et ergo semper carendum matrimonio» [esto es: si el sacerdote debe rogar siempre, entonces debe privarse siempre del uso del matrimonio]. En otro lugar, se encoleriza contra Vigilancio: «¿Qué hacen -le pregunta- las Iglesias de Oriente? ¿Qué hacen las de Egipto y las de la Sede Apostólica? Escogen para clérigos a hombres vírgenes o continentes. Y si tienen una mujer, cesan de ser maridos». Escribe contra Joviniano: «Jesucristo y María, al haber sido siempre vírgenes, consagraron la virginidad en uno y otro sexo. Los Apóstoles eran vírgenes, o al menos guardaron la continencia si estaban casados; los obispos, los sacerdotes y los diáconos deben ser o vírgenes o viudos antes de ser ordenados, o, por lo menos, vivir siempre en continencia tras su ordenación. (...) Jesucristo, ciertamente, prohíbe repudiar a la propia mujer, y no se puede separar lo que Dios ha unido, salvo por consentimiento mutuo».