lunes, 26 de diciembre de 2016
Mantilla
Una de las cosas que más llama la atención en la liturgia tradicional (aunque todo este artículo es perfectamente válido para Misas Novus Ordo) es que las mujeres suelen llevar sus cabezas cubiertas. La mayoría lo hace con tela de encaje (mantillas) mientras que otras se decantan por gorros o sombreros.
En la Sagrada Escritura nos ha quedado escrito esto por el Apóstol San Pablo, en el capítulo 11 de la primera carta a los Corintios:
«Sed imitadores míos tal cual soy yo de Cristo. Os alabo de que en todas las cosas os acordéis de mí, y de que observéis las tradiciones conformes os las he transmitido. Más quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y el varón, cabeza de la mujer, y Dios, cabeza de Cristo. Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, deshonra su cabeza. Más toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza; porque es lo mismo que si estuviera rapada. Por donde si una mujer no se cubre, que se rape también; mas si es vergüenza para la mujer cortarse el pelo o raparse, que se cubra. El hombre, al contrario, no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios, mas la mujer es gloria del varón. Pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón, como tampoco fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por tanto, debe la mujer llevar sobre su cabeza (la señal de estar bajo) autoridad, por causa de los ángeles. Con todo, en el Señor, el varón no es sin la mujer, ni la mujer sin el varón. Pues como la mujer procede del varón, así también el varón (nace) por medio de la mujer; mas todas las cosas son de Dios. Juzgad por vosotros mismos: ¿Es cosa decorosa que una mujer ore a Dios sin cubrirse? ¿No os enseña la misma naturaleza que si el hombre deja crecer la cabellera, es deshonra para él? Mas si la mujer deja crecer la cabellera es honra para ella; porque la cabellera le es dada a manera de velo. Si, con todo eso, alguno quiere disputar, sepa que nosotros no tenemos tal costumbre, ni tampoco las Iglesias de Dios.»
Siguiendo a San Pablo y a la antigua costumbre de la Iglesia, el Código de Derecho Canónico de 1917 prescribía esto:
«Los varones, ya sea dentro o fuera de la Iglesia, mientras asisten a los ritos sagrados, deben llevar la cabeza descubierta, a menos que las costumbres locales lo aprueben o se den circunstancias particulares, no se determinará otra cosa. Las mujeres, sin embargo, deberán cubrirse la cabeza y vestirse con modestia, especialmente cuando se aproximan a la mesa del Señor.» [Can. 1262, par. 2]
El Código de Derecho Canónico actual directamente no menciona el tema, por lo que no puede considerarse que la costumbre ha sido prohibida.
Las cosas sagradas se velan: vemos por ejemplo, cómo se vela el Sagrario con una cortina llamada conopeo, cómo se vela el copón cuando dentro se encuentra Nuestro Divino Señor Sacramentado, cómo se vela el Cáliz antes del Santo Sacrificio de la Misa. El misterio sacro debe cubrirse, ya que no somos dignos de contemplarlo directamente y su luz nos enceguece.
¿Por qué debe velarse entonces la mujer?
Porque la mujer es un misterio. Dios le ha dado a la mujer el grandísimo privilegio de poder ser madre, de poder colaborar con Él dando vida. Cuando una mujer concibe en su seno a un hijo, Dios se acerca a ella a infundirle un alma a ese nuevo niño. La grandeza de la maternidad -y por ende de la mujer- es tan grande que Dios no tolera que se maltrate a la mujer.
Dios aborrece el maltrato hacia la mujer. Es por ello que Él ha dispuesto que ella lleve sobre su cabeza la señal de respeto, la señal de que en ella hay algo grande, grandísimo, un misterio incomprensible. Esa señal es el tener la cabeza cubierta durante la Santa Misa. Al mismo tiempo esto simboliza cómo la mujer, que es tan grande, debe cubrir su grandeza ante la verdadera grandeza, la fuente de toda inmensidad que es Dios.
El varón, en cambio, debe descubrirse en la iglesia como símbolo de desvestirse de las obras de las tinieblas y revestirse de las obras de la luz. Buscando mostrar cómo ante Dios todo poder debe inclinarse.
Venerable Siervo de Dios, Mons. Fulton Sheen bautizando
Dios ha querido que el varón y la mujer seamos distintos, y esta diferencia es buena y querida por Dios. Hace algunas décadas las primeras que se sacaron las mantillas fueron las feministas: las mismas que rechazan la maternidad, que buscan la legalización del asesinato de niños por nacer, que han convertido a las mujeres en hombres. Dios, en su infinita sabiduría, ya había dispuesto el remedio: recordarnos permanentemente por signos exteriores las diferencias entre los hombres y las mujeres, y el respeto que tenemos que tener unos por otros. Se ha abandonado esta costumbre milenaria de la Iglesia, y el feminismo de género ha avanzado a pasos agigantados.
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