SERMON DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE LA LIMOSNA
¿Qué cosa podremos imaginarnos más consoladora para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, H.M., que el hallar un medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados?
Jesucristo, Nuestro Divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha despreciado medio para proporcionárnosla. Sí, H.M. , por la limosna podemos fácilmente rescatarnos de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre nuestras cosas, las más abundantes bendiciones del cielo; mejor dicho H.M., por la limosna podremos librarnos de las penas eternas.
¡Oh, H.M. ¡cuán bueno es un Dios que con tan poca cosa se contenta!
H.M., a haberlo querido Dios, todos seríamos iguales.
Más no fue así, pues previó que, por nuestra soberbia, no habríamos resistido someternos unos a otros. Por esto puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas.
Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible.
Ya veis, pues, H.M., cómo de ésta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los pobres, a sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios aquel que ve sufrir a su hermano, y pudiendo aliviarle, no lo hace.
Para animaros a dar limosna, siempre que vuestras posibilidades lo permitan, y a darla con pura intención, solamente por Dios, voy a hora a mostraros: 1° cuán poderosa sea la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos; 2° como la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final; 3° cuan ingratos seamos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que al despreciarlos, es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.
I.- Si, H.M., bajo cualquier aspecto que consideremos la limosna, hallaremos ser ella de un valor tan grande que resulta imposible haceros comprender todo su mérito; solamente el dia del juicio final llegaremos a conocer todo el valor de la limosna. Si queréis saber la razón de esto, aquí la tenéis: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás virtudes.
Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: “Vete a decir a mi pueblo que me han irritado con sus crímenes y que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo: voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás”.
Presentóse el profeta en medio de aquel pueblo reunido en asamblea y dijo: “Escucha, pueblo ingrato y rebelde, he aquí lo que dice el Señor, tu Dios: Tus crímenes han excitado de tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para aplastaros y perderos para siempre. Ya veis, les dice Isaías, que os halláis sin saber a dónde recurrir; en vano elevaréis al Señor vuestras oraciones, pues Él tapará sus oídos para no escucharlas; en vano llorareis, en vano ayunareis, en vano cubriréis de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus ojos; si os mira, será en todo caso para destruiros. Sin embargo, en medio de todos los males que os afligen, oíd de mis labios un consejo: seguirlo, será de gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podréis en alguna manera forzarle a ser misericordiosos para con vosotros. Ved lo que debéis hacer: dad una parte de vuestros bienes a vuestros hermanos indigentes; dad pan al que tiene hambre; vestido al que está desnudo, y veréis como súbitamente va a cambiarse la sentencia contra vosotros pronunciada”.
En efecto, en cuanto hubieron comenzado a poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y le dijo: “Profeta, ve a decir a mi pueblo que me han vencido, que la caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles pues que los perdono y que les prometo mi amistad”. Oh hermosa virtud de la caridad ¿eres hasta poderosa para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán desconocida eres de la mayor parte de los cristianos de nuestros días! ¿Y a qué es ello debido, H.M.? Proviene de que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos perdido de vista, y no lo apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo.
Vemos también que lo santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los demás, que tuvieron por imposible salvarse sin ella.
En primer término os diré que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colmo del dolor, fue porque ello le llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar todo cuanto realizó, al fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara e pecado. Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos. Y aún iba más lejos: movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que le seguían para oír sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos peces alimentó, hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a las mujeres y niños; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún aquí. Para mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, dirigióse a sus apóstoles, diciendo con el mayor afecto y ternura: “Tengo compasión de este pueblo que tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, vana morir de hambre por el camino. Haced que se sienten; distribuidles estas pocas provisiones; mi poder suplirá su insuficiencia”. Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo. ¡Oh virtud de la caridad, cuán bella eres, cuán abundantes y preciosas son las gracias que traes aparejadas! Hasta vemos cómo los santos del Antiguo Testamento parecían preveer ya cuán apreciada sería el Hijo de Dios ésta virtud y así podemos observar cómo muchos de ellos ponen su dicha y emplean todo el tiempo de su vida en ejercitar tan hermosa y tan amable virtud.
Leemos en la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su tierra por causa de la cautividad de Siria, ponía el colmo de su gozo en practicar la caridad para con los desgraciados. Por la mañana y por la noche, distribuía entre sus hermanos pobres todo cuanto tenía, sin reservarse nada para sí. Unas veces se los veía junto a los enfermos, exhortándolos a padecer y a conformarse con la voluntad de Dios, y mostrándoles cuán grande iba a ser su recompensa en el cielo; otras veces veíase desprenderse de sus propios vestidos para darlos a los pobres sus hermanos. Cierto día se le dijo que había fallecido un pobre, sin que nadie se prestase a darle sepultura. Estaba comiendo y se levanto al momento, cargóselo sobre sus hombros y lo llevó al lugar que tenía que ser sepultado.
Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al lecho de muerte: “Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a llevárseme de éste mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia. Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida; no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna en la medida de tus posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jama s que una limosna borra nuestros pecados y preserva de caer en muchos otros: el Señor ha prometido que un alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde no hay ya lugar a la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas tratos con los que los menosprecian, pues el Señor te perdería. La casa, le dijo, del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se derrumbará nunca, mientras que la del que reíste a dar limosna será una casa que caerá por debilidad de sus cimientos”; con lo cual nos quiere manifestar, H.M., que una casa caritativa jamás será pobre y, por el contrario, que aquellos que son duros para con los indigentes perecerán junto con sus bienes.
El profeta Daniel nos dice: “si queremos inducir al Señor a olvidar nuestros pecados, hagamos limosna, y en seguida el Señor los borrará de su memoria” Habiendo el rey Nabuconodosor tenido un sueño que le aterrorizó, llamó ante su presencia al profeta Daniel y le suplicó que le interpretara aquel sueño. Díjole el profeta: “Príncipe, vais a ser echado de la compañía de los hombres, comereís hierba como una bestia, el rocío del cielo mojará vuestro cuerpo y permaneceréis siete años en tal estado, a fin de que reconozcáis que todos los reinos pertenecen a Dios, que los entrega y los quita a quien le place. Príncipe, añadió e profeta, he aquí el consejo que voy a daros: satisfaced por vuestros pecados mediante la limosna, y libraos de vuestras inquietudes mediante las buenas obras que realicéis a favor de los desgraciados” En efecto, el Señor dejóse conmover de tal manera por las limosnas y por todas las buenas obras que hizo el rey a favor de los pobres, que le devolvió el reino y le perdonó sus pecados.
Vemos también, que en los primeros tiempos del cristianismo, parecía que los fieles solamente se complacían en poseer bienes para tener el gusto de entregarlos a Jesucristo en la personas de los pobres; leemos en los Actos de los Apóstoles que su caridad era tan grande, que nada querían poseer en particular. Muchos vendían sus bienes para dar el dinero a los indigentes. Nos dice San Justino: “Mientras no tuvimos la dicha de conocer a Jesucristo, siempre estábamos con el temor de que el pan nos faltase; más desde que tenemos la suerte de conocerle, ya no amamos las riquezas. Si nos reservamos algunas, es para hacer participantes de ellas a nuestros hermanos pobres; y ahora que sólo buscamos a Dios, vivimos mucho más contentos”.
Escuchad que el mismo Jesucristo nos dice en el Evangelio: “Si dais limosna, yo bendeciré vuestros bienes de un modo especial. Dad, nos dice, y se os dará; si dais en abundancia, se os dará también en abundancia”. El Espíritu Santo nos dice por la boca del Sabio: “¿Queréis haceros ricos? Dad limosna, ya que en el seno del indigente es un campo tan fértil que rinde el ciento por uno”. San Juan, conocido con el sobrenombre de “El Limosnero”, por razón de la gran que por lo pobres sentía, nos dice que cuánto más daba, más recibía: “Un día, refiere él, encontré a un pobre sin vestido, y le entregué el que yo llevaba. Enseguida una persona me facilitó los medios con que proporcionarme muchos”. El Espíritu Santo nos dice que quien desprecie al pobre será desgraciado todos los días de su vida.
El santo rey David nos dice: “Hijo mío, no permitas que tu hermano muera de miseria si tienes algo para darle, ya que el Señor promete una abundante bendición al que alivie al pobre, y El mismo atenderá a su conservación”. Y añade después, que aquellos que sean misericordiosos para con los pobres, el Señor los librará de tener desgraciada muerte. Vemos de ello un ejemplo elocuente en la persona de la viuda de Sarepta. El Señor envióle al profeta Elías para que la socorriese en su pobreza, mientras dejó que todas las viudas de Israel padeciesen los rigores del hambre. ¿Queréis saber la razón de ello? “Es porque -dice el Señor a su profeta- ella había sido caritativa todos los días de su vida”. Y el profeta dijo a la viuda: “Tu caridad te mereció una muy especial protección de Dios; los ricos, con todo su dinero, perecerán de hambre; más ya que fuiste tan caritativa para con los pobres, serás aliviada, pues tus provisiones no disminuirán hasta que se termine el hambre general”.
II.- Hemos dicho, en segundo lugar, que aquellos que habrán practicado la limosna, no temerán el juicio final. Es muy cierto que aquellos momentos serán terribles: el profeta Joel lo llama el día de las venganzas del Señor, día sin misericordia, día de espanto y desesperación. Y, ¿cómo haréis para que se convierta en día de consuelo? “Dad limosna y podéis estar tranquilos”.
Otro santo nos dice: “Si no queréis temer el juicio, haced limosnas y seréis bien recibidos por parte de vuestro juez”. Después de esto, H. M., ¿no podremos decir que nuestra salvación depende de la limosna? En efecto, Jesucristo, al anunciar el juicio a que habrá de someter, habla únicamente de la limosna, y de que dirá a los buenos: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de comer; estaba desnudo y me vestisteis. Venid a poseer el reino de mi Padre, que está preparado desde el principio del mundo”. En cambio, dirá a los pecadores: “Apartaos de mí, malditos: tuve hambre, y no me disteis de beber; estaba desnudo y no me vestisteis; estaba enfermo y encarcelado, y no me visitasteis”. “Y ¿en qué ocasión, le dirán los pecadores, dejamos de practicar para con Vos todo lo que decís?” “Cuantas veces dejasteis de hacerlo con los ínfimos de los míos que son lo pobres”. Ya veis, pues, H. M., cómo todo el juicio versa sobre la limosna.
¿Os admira esto tal vez’ Pues H.M., no es ello difícil de entender. Esto proviene de que quien está adornado del verdadero espíritu de caridad, sólo busca a Dios y no quiere otra cosa que agradarle, posee todas las demás virtudes en un alto grado de perfección, según vamos a ver ahora. No cabe duda que la muerte causa espanto a los pecadores y hasta a los más justos, a causa de la terrible cuenta que habremos de dar a Dios, quien en aquel momento no dará lugar a la misericordia. Este pensamiento hacía temblar a San Hilarión, el cual, por espacio de más de setenta años estuvo llorando sus pecados; a San Arsenio, que había abandonado la corte del emperador para dejar de consumir su vida entre dos peñas y allí llorara sus pecados hasta el fín de sus días. Cuando pensaba en el juicio, temblaba todo su cuerpo achacoso.
El santo rey David, al pensar en sus pecados, exclamaba: “¡Ah ¡ Señor, no os acordéis más de mis pecados”. Y nos dice además: “Repartid limosnas con vuestras riquezas y no temeréis aquel momento tan espantoso para el pecador”. Escuchad al mismo Jesucristo cuando nos lo dice:”Bienaventurados los misericordiosos”. Y en otra parte habla así: “De la misma manera que tratareis a vuestro hermano pobre, seréis tratados”. Es decir, que si habéis tenido compasión de vuestro hermano pobre, Dios tendrá compasión de vosotros.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que en Joppe había una viuda muy buena que acababa de morir. Los pobres corrieron en busca de San Pedro para rogarle la resucitara; unos le presentaban los vestido que les habían hecho aquella buena mujer, otros le mostraban otra dádiva. A San Pedro se le escaparon las lágrimas: “El Señor es demasiado bueno, les dijo, para dejar de concederos lo que les pedís”. Entonces acercóse a la muerta, y le dijo: “Levántate, tus limosnas te alcanzan la vida por segunda vez”. Ella se levantó y San Pedro la devolvió a sus pobres.
Y no serán solamente los pobres, H.M., los que rogarán por vosotros, sino las mismas limosnas, las cuales vendrán a ser como otros tantos protectores cerca del Señor que imploraran benevolencia en vuestro favor.
Leemos en el Evangelio que el Reino de los Cielos es semejante a un rey que llamó a sus siervos para que rindiesen cuentas de lo que debían. Presentóse uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el rey mandó encarcelarle junto con toda su familia hasta que hubiese pagado cuanto le debía. Más el siervo arrojóse a los pies de su señor y le suplicó por favor que le concediese algún tiempo de espera, que le pagaría tan pronto como le fuera posible. El señor, movido a compasión, le perdonó todo cuanto le debía. El mismo siervo, al salir de la presencia de su señor, encontróse con un compañero suyo que le debía cien dineros, y, abalanzándose a él, le sujetó por la garganta y le dijo: “Devuélveme lo que me debes”. El otro le suplico que le concediese algún tiempo para pagarle; más él no accedió, sino que hizo meterle en la cárcel hasta que hubiese pagado. Irritado el señor por una tal conducta, le dijo: “Servidor malvado, ¿Por qué no tuviste compasión de tu hermano como yo la tuve de ti?”.
Ved, H.M., cómo tratará Jesucristo en el día del juicio a los que se habrán manifestado bondadosos y misericordiosos para con sus hermanos los pobres, representados por la persona del deudor; ellos serán objeto de la misericordia del mismo Jesucristo; más a los que habrán sido duros y crueles para con los pobres les acontecerá como ese desgraciado, a quien el Señor, que es Jesucristo, mando fuese atado de pies manos y arrojado después a las tinieblas exteriores, donde solo hay llanto y rechinar de dientes. Ya veis, H.M. como es imposible que se condene una persona verdaderamente caritativa.
III.-En tercer lugar, H.M., la razón que debe induciros a dar limosnas de todo corazón y con alegría, es el pensar que las damos al mismo Jesucristo.
Leemos en la vida de Santa Catalina de Sena que, al encontrarse una vez con un pobre, le dio una cruz; en una ocasión, dio su ropa a una pobre mujer. Algunos días después, apareciósele Jesucristo, y le manifestó haber recibido aquella cruz y aquella ropa que ella había puesto en manos de sus pobres, y que le habían complacido tanto que esperaba el día del juicio para mostrar aquellos presentes a todo el universo. San Juan Crisóstomo nos dice: “Hijo mío, da un mendrugo de pan a tu hermano pobre, y recibirás mucho; da los bienes perecederos y recibirás los bienes eternos. Por los presentes que hicieres a Jesucristo en la persona de los pobres, recibirás una recompensa eterna; da un poco de tierra, y recibirás el cielo”. San Ambrosio nos dice que la limosna es casi un segundo bautismo y un sacrificio de propiciación que aplaca la cólera de Dios y nos ayuda a hallar gracia ante Él,. Si, H.M., y es tan cierto esto, que cuando damos algo, es al mismo Dios a quien lo damos.
¿Qué cosa podremos imaginarnos más consoladora para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, H.M., que el hallar un medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados?
Jesucristo, Nuestro Divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha despreciado medio para proporcionárnosla. Sí, H.M. , por la limosna podemos fácilmente rescatarnos de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre nuestras cosas, las más abundantes bendiciones del cielo; mejor dicho H.M., por la limosna podremos librarnos de las penas eternas.
¡Oh, H.M. ¡cuán bueno es un Dios que con tan poca cosa se contenta!
H.M., a haberlo querido Dios, todos seríamos iguales.
Más no fue así, pues previó que, por nuestra soberbia, no habríamos resistido someternos unos a otros. Por esto puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas.
Los pobres se salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible.
Ya veis, pues, H.M., cómo de ésta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los pobres, a sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios aquel que ve sufrir a su hermano, y pudiendo aliviarle, no lo hace.
Para animaros a dar limosna, siempre que vuestras posibilidades lo permitan, y a darla con pura intención, solamente por Dios, voy a hora a mostraros: 1° cuán poderosa sea la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos; 2° como la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final; 3° cuan ingratos seamos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que al despreciarlos, es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.
I.- Si, H.M., bajo cualquier aspecto que consideremos la limosna, hallaremos ser ella de un valor tan grande que resulta imposible haceros comprender todo su mérito; solamente el dia del juicio final llegaremos a conocer todo el valor de la limosna. Si queréis saber la razón de esto, aquí la tenéis: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás virtudes.
Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: “Vete a decir a mi pueblo que me han irritado con sus crímenes y que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo: voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás”.
Presentóse el profeta en medio de aquel pueblo reunido en asamblea y dijo: “Escucha, pueblo ingrato y rebelde, he aquí lo que dice el Señor, tu Dios: Tus crímenes han excitado de tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para aplastaros y perderos para siempre. Ya veis, les dice Isaías, que os halláis sin saber a dónde recurrir; en vano elevaréis al Señor vuestras oraciones, pues Él tapará sus oídos para no escucharlas; en vano llorareis, en vano ayunareis, en vano cubriréis de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus ojos; si os mira, será en todo caso para destruiros. Sin embargo, en medio de todos los males que os afligen, oíd de mis labios un consejo: seguirlo, será de gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podréis en alguna manera forzarle a ser misericordiosos para con vosotros. Ved lo que debéis hacer: dad una parte de vuestros bienes a vuestros hermanos indigentes; dad pan al que tiene hambre; vestido al que está desnudo, y veréis como súbitamente va a cambiarse la sentencia contra vosotros pronunciada”.
En efecto, en cuanto hubieron comenzado a poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y le dijo: “Profeta, ve a decir a mi pueblo que me han vencido, que la caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles pues que los perdono y que les prometo mi amistad”. Oh hermosa virtud de la caridad ¿eres hasta poderosa para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán desconocida eres de la mayor parte de los cristianos de nuestros días! ¿Y a qué es ello debido, H.M.? Proviene de que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos perdido de vista, y no lo apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo.
Vemos también que lo santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los demás, que tuvieron por imposible salvarse sin ella.
En primer término os diré que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colmo del dolor, fue porque ello le llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar todo cuanto realizó, al fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara e pecado. Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos. Y aún iba más lejos: movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que le seguían para oír sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos peces alimentó, hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a las mujeres y niños; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún aquí. Para mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, dirigióse a sus apóstoles, diciendo con el mayor afecto y ternura: “Tengo compasión de este pueblo que tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, vana morir de hambre por el camino. Haced que se sienten; distribuidles estas pocas provisiones; mi poder suplirá su insuficiencia”. Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo. ¡Oh virtud de la caridad, cuán bella eres, cuán abundantes y preciosas son las gracias que traes aparejadas! Hasta vemos cómo los santos del Antiguo Testamento parecían preveer ya cuán apreciada sería el Hijo de Dios ésta virtud y así podemos observar cómo muchos de ellos ponen su dicha y emplean todo el tiempo de su vida en ejercitar tan hermosa y tan amable virtud.
Leemos en la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su tierra por causa de la cautividad de Siria, ponía el colmo de su gozo en practicar la caridad para con los desgraciados. Por la mañana y por la noche, distribuía entre sus hermanos pobres todo cuanto tenía, sin reservarse nada para sí. Unas veces se los veía junto a los enfermos, exhortándolos a padecer y a conformarse con la voluntad de Dios, y mostrándoles cuán grande iba a ser su recompensa en el cielo; otras veces veíase desprenderse de sus propios vestidos para darlos a los pobres sus hermanos. Cierto día se le dijo que había fallecido un pobre, sin que nadie se prestase a darle sepultura. Estaba comiendo y se levanto al momento, cargóselo sobre sus hombros y lo llevó al lugar que tenía que ser sepultado.
Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al lecho de muerte: “Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a llevárseme de éste mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia. Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida; no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna en la medida de tus posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jama s que una limosna borra nuestros pecados y preserva de caer en muchos otros: el Señor ha prometido que un alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde no hay ya lugar a la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas tratos con los que los menosprecian, pues el Señor te perdería. La casa, le dijo, del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se derrumbará nunca, mientras que la del que reíste a dar limosna será una casa que caerá por debilidad de sus cimientos”; con lo cual nos quiere manifestar, H.M., que una casa caritativa jamás será pobre y, por el contrario, que aquellos que son duros para con los indigentes perecerán junto con sus bienes.
El profeta Daniel nos dice: “si queremos inducir al Señor a olvidar nuestros pecados, hagamos limosna, y en seguida el Señor los borrará de su memoria” Habiendo el rey Nabuconodosor tenido un sueño que le aterrorizó, llamó ante su presencia al profeta Daniel y le suplicó que le interpretara aquel sueño. Díjole el profeta: “Príncipe, vais a ser echado de la compañía de los hombres, comereís hierba como una bestia, el rocío del cielo mojará vuestro cuerpo y permaneceréis siete años en tal estado, a fin de que reconozcáis que todos los reinos pertenecen a Dios, que los entrega y los quita a quien le place. Príncipe, añadió e profeta, he aquí el consejo que voy a daros: satisfaced por vuestros pecados mediante la limosna, y libraos de vuestras inquietudes mediante las buenas obras que realicéis a favor de los desgraciados” En efecto, el Señor dejóse conmover de tal manera por las limosnas y por todas las buenas obras que hizo el rey a favor de los pobres, que le devolvió el reino y le perdonó sus pecados.
Vemos también, que en los primeros tiempos del cristianismo, parecía que los fieles solamente se complacían en poseer bienes para tener el gusto de entregarlos a Jesucristo en la personas de los pobres; leemos en los Actos de los Apóstoles que su caridad era tan grande, que nada querían poseer en particular. Muchos vendían sus bienes para dar el dinero a los indigentes. Nos dice San Justino: “Mientras no tuvimos la dicha de conocer a Jesucristo, siempre estábamos con el temor de que el pan nos faltase; más desde que tenemos la suerte de conocerle, ya no amamos las riquezas. Si nos reservamos algunas, es para hacer participantes de ellas a nuestros hermanos pobres; y ahora que sólo buscamos a Dios, vivimos mucho más contentos”.
Escuchad que el mismo Jesucristo nos dice en el Evangelio: “Si dais limosna, yo bendeciré vuestros bienes de un modo especial. Dad, nos dice, y se os dará; si dais en abundancia, se os dará también en abundancia”. El Espíritu Santo nos dice por la boca del Sabio: “¿Queréis haceros ricos? Dad limosna, ya que en el seno del indigente es un campo tan fértil que rinde el ciento por uno”. San Juan, conocido con el sobrenombre de “El Limosnero”, por razón de la gran que por lo pobres sentía, nos dice que cuánto más daba, más recibía: “Un día, refiere él, encontré a un pobre sin vestido, y le entregué el que yo llevaba. Enseguida una persona me facilitó los medios con que proporcionarme muchos”. El Espíritu Santo nos dice que quien desprecie al pobre será desgraciado todos los días de su vida.
El santo rey David nos dice: “Hijo mío, no permitas que tu hermano muera de miseria si tienes algo para darle, ya que el Señor promete una abundante bendición al que alivie al pobre, y El mismo atenderá a su conservación”. Y añade después, que aquellos que sean misericordiosos para con los pobres, el Señor los librará de tener desgraciada muerte. Vemos de ello un ejemplo elocuente en la persona de la viuda de Sarepta. El Señor envióle al profeta Elías para que la socorriese en su pobreza, mientras dejó que todas las viudas de Israel padeciesen los rigores del hambre. ¿Queréis saber la razón de ello? “Es porque -dice el Señor a su profeta- ella había sido caritativa todos los días de su vida”. Y el profeta dijo a la viuda: “Tu caridad te mereció una muy especial protección de Dios; los ricos, con todo su dinero, perecerán de hambre; más ya que fuiste tan caritativa para con los pobres, serás aliviada, pues tus provisiones no disminuirán hasta que se termine el hambre general”.
II.- Hemos dicho, en segundo lugar, que aquellos que habrán practicado la limosna, no temerán el juicio final. Es muy cierto que aquellos momentos serán terribles: el profeta Joel lo llama el día de las venganzas del Señor, día sin misericordia, día de espanto y desesperación. Y, ¿cómo haréis para que se convierta en día de consuelo? “Dad limosna y podéis estar tranquilos”.
Otro santo nos dice: “Si no queréis temer el juicio, haced limosnas y seréis bien recibidos por parte de vuestro juez”. Después de esto, H. M., ¿no podremos decir que nuestra salvación depende de la limosna? En efecto, Jesucristo, al anunciar el juicio a que habrá de someter, habla únicamente de la limosna, y de que dirá a los buenos: “Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de comer; estaba desnudo y me vestisteis. Venid a poseer el reino de mi Padre, que está preparado desde el principio del mundo”. En cambio, dirá a los pecadores: “Apartaos de mí, malditos: tuve hambre, y no me disteis de beber; estaba desnudo y no me vestisteis; estaba enfermo y encarcelado, y no me visitasteis”. “Y ¿en qué ocasión, le dirán los pecadores, dejamos de practicar para con Vos todo lo que decís?” “Cuantas veces dejasteis de hacerlo con los ínfimos de los míos que son lo pobres”. Ya veis, pues, H. M., cómo todo el juicio versa sobre la limosna.
¿Os admira esto tal vez’ Pues H.M., no es ello difícil de entender. Esto proviene de que quien está adornado del verdadero espíritu de caridad, sólo busca a Dios y no quiere otra cosa que agradarle, posee todas las demás virtudes en un alto grado de perfección, según vamos a ver ahora. No cabe duda que la muerte causa espanto a los pecadores y hasta a los más justos, a causa de la terrible cuenta que habremos de dar a Dios, quien en aquel momento no dará lugar a la misericordia. Este pensamiento hacía temblar a San Hilarión, el cual, por espacio de más de setenta años estuvo llorando sus pecados; a San Arsenio, que había abandonado la corte del emperador para dejar de consumir su vida entre dos peñas y allí llorara sus pecados hasta el fín de sus días. Cuando pensaba en el juicio, temblaba todo su cuerpo achacoso.
El santo rey David, al pensar en sus pecados, exclamaba: “¡Ah ¡ Señor, no os acordéis más de mis pecados”. Y nos dice además: “Repartid limosnas con vuestras riquezas y no temeréis aquel momento tan espantoso para el pecador”. Escuchad al mismo Jesucristo cuando nos lo dice:”Bienaventurados los misericordiosos”. Y en otra parte habla así: “De la misma manera que tratareis a vuestro hermano pobre, seréis tratados”. Es decir, que si habéis tenido compasión de vuestro hermano pobre, Dios tendrá compasión de vosotros.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles que en Joppe había una viuda muy buena que acababa de morir. Los pobres corrieron en busca de San Pedro para rogarle la resucitara; unos le presentaban los vestido que les habían hecho aquella buena mujer, otros le mostraban otra dádiva. A San Pedro se le escaparon las lágrimas: “El Señor es demasiado bueno, les dijo, para dejar de concederos lo que les pedís”. Entonces acercóse a la muerta, y le dijo: “Levántate, tus limosnas te alcanzan la vida por segunda vez”. Ella se levantó y San Pedro la devolvió a sus pobres.
Y no serán solamente los pobres, H.M., los que rogarán por vosotros, sino las mismas limosnas, las cuales vendrán a ser como otros tantos protectores cerca del Señor que imploraran benevolencia en vuestro favor.
Leemos en el Evangelio que el Reino de los Cielos es semejante a un rey que llamó a sus siervos para que rindiesen cuentas de lo que debían. Presentóse uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el rey mandó encarcelarle junto con toda su familia hasta que hubiese pagado cuanto le debía. Más el siervo arrojóse a los pies de su señor y le suplicó por favor que le concediese algún tiempo de espera, que le pagaría tan pronto como le fuera posible. El señor, movido a compasión, le perdonó todo cuanto le debía. El mismo siervo, al salir de la presencia de su señor, encontróse con un compañero suyo que le debía cien dineros, y, abalanzándose a él, le sujetó por la garganta y le dijo: “Devuélveme lo que me debes”. El otro le suplico que le concediese algún tiempo para pagarle; más él no accedió, sino que hizo meterle en la cárcel hasta que hubiese pagado. Irritado el señor por una tal conducta, le dijo: “Servidor malvado, ¿Por qué no tuviste compasión de tu hermano como yo la tuve de ti?”.
Ved, H.M., cómo tratará Jesucristo en el día del juicio a los que se habrán manifestado bondadosos y misericordiosos para con sus hermanos los pobres, representados por la persona del deudor; ellos serán objeto de la misericordia del mismo Jesucristo; más a los que habrán sido duros y crueles para con los pobres les acontecerá como ese desgraciado, a quien el Señor, que es Jesucristo, mando fuese atado de pies manos y arrojado después a las tinieblas exteriores, donde solo hay llanto y rechinar de dientes. Ya veis, H.M. como es imposible que se condene una persona verdaderamente caritativa.
III.-En tercer lugar, H.M., la razón que debe induciros a dar limosnas de todo corazón y con alegría, es el pensar que las damos al mismo Jesucristo.
Leemos en la vida de Santa Catalina de Sena que, al encontrarse una vez con un pobre, le dio una cruz; en una ocasión, dio su ropa a una pobre mujer. Algunos días después, apareciósele Jesucristo, y le manifestó haber recibido aquella cruz y aquella ropa que ella había puesto en manos de sus pobres, y que le habían complacido tanto que esperaba el día del juicio para mostrar aquellos presentes a todo el universo. San Juan Crisóstomo nos dice: “Hijo mío, da un mendrugo de pan a tu hermano pobre, y recibirás mucho; da los bienes perecederos y recibirás los bienes eternos. Por los presentes que hicieres a Jesucristo en la persona de los pobres, recibirás una recompensa eterna; da un poco de tierra, y recibirás el cielo”. San Ambrosio nos dice que la limosna es casi un segundo bautismo y un sacrificio de propiciación que aplaca la cólera de Dios y nos ayuda a hallar gracia ante Él,. Si, H.M., y es tan cierto esto, que cuando damos algo, es al mismo Dios a quien lo damos.
Leemos en la vida de San Juan de Dios que un día encontróse con un pobre totalmente cubierto de llagas, y se hizo cargo de él para conducirlo al hospital que el Santo había fundado para albergar a los pobres. Una vez llegado allí, al lavarle los pies para colocarle después en su lecho, vio que los pies del pobre estaban agujereados. Admirose el Santo, y alzando los ojos, reconoció al mismo Jesucristo, que se había transformado en la figura de un pobre para excitar su compasión. Y entonces el Señor le dijo: “Juan, estoy muy contento al ver el cuidado que te tomas por los míos y por los pobres” En otra ocasión, haló a un niño muy miserable; cargósele sobre sus hombros, y , al pasar cerca de una fuente, suplico el niño que le bajase, pues estaba sediento y quería beber agua. Vio también que era el mismo Jesucristo, el cual le dijo: “Juan, lo que haces con mis pobres es cual si a mí lo hicieses”.
Son tan agradables a Dios los servicios prestados a los pobres y enfermos, que muchas veces se vio bajar a los ángeles del cielo para ayudar a San Juan a servir a sus enfermos con sus propias manos, los cuales desaparecieron después.
Leemos en la vida de San Francisco Javier que yendo a predicar a un país de gentiles, halló en su camino a un pobre totalmente cubierto de lepra, y le dio limosna. Cuando hubo andado algunos pasos, arrepintióse de no haberle abrazado para manifestarle cuán de veras sentía sus penas. Volvióse para mirarle, y no vio a nadie: era un ángel que había tomado la forma de pobre. Decidme, ¡qué pesar espera en el día de juicio a aquellos que habrán abandonado y despreciado a los pobres, cuando Jesucristo les muestre como es a Él mismo a quien hicieron injuria!
Más también, H.M., ¡cual será la alegría de aquellos que verán que todo el bien que hicieron a los pobres, es al mismo Jesucristo quien lo hicieron! “Sí, les dirá Jesucristo, era a mí a quien fuiste a visitar en la persona de ese pobre; era a mí a quien prestasteis tal servicio; aquella limosna que repartisteis en la puerta de vuestra casa, era a mí a quien la disteis.”
Es tan cierto todo esto, H.M., que se refiere en la historia de un Santo Papa, todos los días sentaba su mesa a doce pobres, en honor de los doce apóstoles. Viendo que un dia había trece, preguntó a que estaba encargado de introducirlos por qué razón había trece y no doce como le había encomendado. “Padre Santo, le dijo su administrador, yo no veo más que doce.” Más él veía siempre trece. Preguntó entonces a sus comensales si veían doce o trece, y le contestaron que sólo veían doce. Después de la comida, tomó de la mano al que hacía de trece: lo había distinguido, porque notó que de tiempo en tiempo cambiaba de color; condújole a sus habitaciones, y le preguntó quién era. Respondióle aquel hombre, que era un ángel que había tomado la figura de pobre, díjole que ya había recibido de él una limosna cuando era religioso, y que Dios, en vista de su caridad, le había hecho encargo de que le guardase durante toda su vida, y le hiciese conocer cuánto debía practicar para portarse rectamente y procurara en todo el bien de su alma y la salvación de su prójimo. Ya veis, H.M., hasta qué punto recompensa Dios la caridad.
¿No nos autoriza todo esto para afirmar que nuestra salvación está íntimamente ligada a la limosna? Ved lo que sucedió a San Martín yendo de camino. Encontró a un pobre en extremo miserable, cuya situación le conmovió tanto que, no teniendo con qué socorrerle, cortó la mitad de su capa y se la entregó. A la noche siguiente, apareciósele Jesús cubierto con aquella media capa de que se había desprendido, rodeado de una gran corte de ángeles, y le dijo: “Martín, que es todavía catecúmeno, me ha dado la mitad de su capa” (aunque San Martín se la había dado se la había dado a un pobre viandante).
No, H.M., no hallaremos ningún linaje de acciones en atención a los cuales haga Dios tantos milagros como a favor de las limosnas. Refiérese que, en cierta ocasión, un caballero halló a un pobre miserable y conmovióse tanto ante su miseria que llegó a derramar lágrimas. No tuvo necesidad de otras excitaciones para despojarse de su ropa exterior y dársela al pobre. Algunos días después, supo que aquel pobre había vendido aquel vestido, de lo cual tuvo pena el caballero. Estando en oración, decía a Jesús: “Dios muy bien que no era merecedor ese pobre de llevarse mi vestido” Nuestro Señor apareciósele entonces sosteniendo aquel vestido en sus manos y le dijo: “¿Reconoces ésta vestidura?” El caballero exclamó: “Ah, Dios mío, es la misma que día al pobre”.-“Ya ves, pues, como no se ha perdido, y como realmente me complaciste al entregármela en la persona de aquel indigente.”
Nos cuenta San Ambrosio, que mientras daba limosna a varios pobres, se encontró un día con un ángel mezclado entre ellos: el cual recibió la limosna sonriendo y desapareció. De una persona caritativa, por miserable que ella sea, podemos afirmar, H.M., que se pueden concebir grandes esperanzas de que se salvará. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, después de la Resurreción, Jesucristo aparecióse a San Pedro y le dijo: “Vete al encuentro del centurión Cornelio, pues sus limosnas han llegado hasta a mi; ellas le merecieron su salvación”. Fuese San Pedro a ver a Cornelio al cual halló en oración, y le dijo: “Tus limosnas han sido tan agradables a Dios, que Él e envía para anunciarte el reino de los cielos, y para bautizarte”. Ya veis, H:M:, como las limosnas del centurión fueron causa de que él y toda su familia fuesen bautizados.
Mas ved un ejemplo que os mostrará cuánto poder tiene la limosna para detener la justicia de Dios. Refierése en la historia que el emperador Zenón tenía gran satisfacción en socorrer a los pobres, más también era muy sensual y libertino, hasta el punto de haber raptado a la hija de una dama honesta y virtuosa y abusado de ella con gran escándalo del pueblo. Aquella pobre madre, desconsolada hasta la desesperación, iba con frecuencia l templo de Nuestra Señora a llorar os ultrajes que contra su hija se cometían: “Virgen Santísima, le decía, ¿no sois por ventura el refugio de los miserables, el asilo de los afligidos y la protectora de los débiles? ¿Cómo permitís, pues, esa opresión tan injusta, ese deshonor que cae sobre mi familia?” La Virgen Santísima se le apareció, y le dijo: “Has de saber, hija mía, que desde hace mucho tiempo, mi Hijo habría tomado venganza de la injuria que se os hace; más ese emperador tiene una mano sujeta a la de mi Hijo y detiene el curso de su justicia. Las limosnas que en gran abundancia reparte, le han preservado hasta el presente de recibir el merecido castigo”
Ya veis H.M., cuán poderosa es la limosna para impedir que el Señor castigue a pesar de hacernos repetidamente merecedores de ello.
San Juan El Limosnero, patriarca de Alejandría, nos refiere un ejemplo muy notable que le aconteció a él mismo. Dice el Santo que un día vio a un grupo de pobres sentados, tomando el sol para mitigar los rigores del invierno; se ocupaban en referirse mutuamente las casas cuyos moradores daban limosna y aquellas donde se les daba de mala gana o donde no recibían nunca nada. Hubieron de hablar de la casa de un mal rico que nunca les había dado la más insignificante limosna: hablaban muy mal de él, cuando se levantó uno entre ellos y dijo que, si querían apostar algo, él iría a pedir limosna, con la seguridad de que algo recibiría.
Los demás le dijeron que no tenían inconvenientes en apostar, más que estuviese enteramente seguro de que nada iba a recibir, antes bien sería rechazado; no habiendo dado nunca nada, no querría empezar entonces a desprenderse de algo. Mientras le aguardaban juntos, fuése aquél a encontrar al rico y con gran humildad le pidió quisiese darle algo en nombre de Jesucristo. El rico se enfureció de tal manera, y no hallando a mano ninguna piedra para echársela encima, y viendo a su criado que venía de casa el panadero a hacer provisión de pan para sus perros, tomó un pan con gran furia y se lo arrojó por la cabeza. El pobre, con el ánimo de ganar la apuesta hecha con sus compañeros, corrió con gran presteza a recogerlo y lo llevó a sus camaradas como prueba de que aquel rico le había dado una buena limosna.
Dos días después, aquel rico cayó enfermo, y estando ya a punto de morir, parecióle ver en sueños que estaba ante el tribunal de Dios para ser juzgado. Le pareció ver como alguien presentaba una balanza donde pesar el bien y el mal. Vio que a un parte estaba Dios, y al otro lado el demonio que cuidaba de presentar todos los pecados que en su vida había cometido, los cuáles eran en gran número. El ángel de la guarda no tenía nada que poner en su platillo de la balanza; no acertaba a ver ni una buena acción que pudiera servir de contrapeso. Dios le preguntó qué es lo que poner en el lado que le correspondía. El ángel bueno, muy triste por no tener nada, le dijo llorando: “¡Ay! Señor, no hay nada”. Más Jesucristo le dijo: “¿Y aquel pan que arrojó a la cabeza de aquel pobre? Ponlo en la balanza y él aligerará el peso de sus pecados”. En efecto, colocó el ángel aquel pan en la balanza, y ella se cayó de aquel lado. Entonces el ángel miro al rico y le dijo:”Miserable, a no ser por éste pan, ibas a ser echado al infierno, ve a practicar cuantas penitencias te sean posibles y da a los pobres cuanto posees, sin lo cual habrás de condenarte”. Al despertarse, se fue al encuentro de San Juan Limosnero, contóle aquella visión y toda su vida, llorando amargamente su ingratitud para con Dios, de quien había recibido cuanto poseía, y su dureza para con los pobres, y dijo: ¡Ah! Padre mío, si un solo pan dado de mala gana a un pobre, me saca de las garras del demonio, ¡cuán propicio puedo hacerme a Dios dándole todos mi bienes e la persona de los pobres!” Y llegó a tal extremo en sus resoluciones que, al hallarse con un pobre, si no llevaba nada, quitábase el vestido y lo cambiaba con el del pobre; empleó el resto de su vida en llorar sus pecados, dando a los pobres cuánto poseía.
¿Qué decís, H.M., a todo esto? ¿Verdad que nunca os habías formado cabal concepto de la magnitud de la limosna?
Mas aquel hombre aún llegó a más. Vais a verle cómo, al pasar por una calle, se encontró con un criado que en otro tiempo había estado a su servicio; sin miedo al respeto humano ni a nada, le dijo: “ Amigo mío, tal vez no te retribuí bastante las molestias que te causé al estar a mi servicio; hazme un favor: condúceme a la ciudad, y allí me venderás como esclavo, a fin de que quedes indemnizado del perjuicio que te hubiera podido causar no dándote salario suficiente”. El criado le vendió por treinta dineros. Rebosante de alegría por verse reducido al último grado de pobreza, servía a su señor con increíble gusto; lo cual causaba tanta envidia a los demás esclavos, que le despreciaban y le golpeaban a menudo. Nunca se le vio abrir la boca para quejarse. Habiendo observado el señor los tratos de que era objeto su esclavo predilecto, reprendió duramente a los demás por tratarle de tal suerte. Llamó después al rico convertido, cuyo nombre ignoraba aún, y le preguntó quién era y cuál fuese su condición. El rico le refirió cuanto le había acontecido, lo cual conmovió en gran manera al señor, quien era nada menos que el emperador, que se puso a derramar abundantes lágrimas, convirtiéndose sin tardanza y empleo su vida repartiendo cuantas limosnas le era posible. Decidme: ¿habéis ahora penetrado la excelsitud del mérito de la limosna, y cuán provechosa sea ella para el que la hace? H.M., de la limosna y de la devoción a la Santísima Virgen os diré que es imposible que se pierda quien la practica de corazón. No nos extrañemos, pues H.M., de que esta virtud haya sido común a los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Sé muy bien, H.M., que el hombre de corazón duro es avaro e insensible a las miserias del prójimo, hallará mil excusas para no tener que dar limosna.
Así, algunos de vosotros me diréis: “Hay pobres que son buenos, pero hay otros que no valen nada: unos gastan en las tabernas lo que se les da; otros lo disipan en el juego o en glotonerías”.
Esto es muy cierto, muy poco son los pobres que emplean bien los dones que reciben de manos de los ricos, lo cual demuestra que son muy pocos los pobres buenos. Unos murmuran de su pobreza, cuando no se les da tanto como ellos quisieran; otros envidian a los ricos, hasta los maldicen y les desean que Dios les haga perder sus riquezas, a fin, dicen ellos, de que aprendan lo que es la miseria.
Convengamos en que todo esto está muy mal; tales gentes son precisamente los que se llaman malos pobres. Pero a todo esto sólo he de contestar con una palabra: y es que esos pobres a quienes recrimináis porque malgastan sus limosnas, porque no se portan bien, porque sufren una pobreza buscada, no os piden la limosna en nombre propio, sino en el de Jesucristo. Que sean buenos o malos, poco importa, ya que es al mismo Jesucristo a quien entregáis vuestra limosna, según lo acabamos de ver en lo que hemos dicho anteriormente. Es, pues, el mismo Jesucristo quien os recompensará.
Pero, me diréis, este es un mal hablado, un vengativo, un ingrato.- Más amigo mío, esto no te afecta a ti: ¡tienes con qué dar limosna en nombre de Jesucristo, con la mira de agradar a Jesucristo, de satisfacer por tus pecado? Deja a un lado todo lo demás; tú tienes que entendértelas con Dios; queda tranquilo; tus limosnas no se perderán, aunque vayan a parar en los a los pobres que tanto desprecias. Además, amigo mío, aquel pobre que te escandalizó, que aún no hace ocho días sorprendiste abusando del vino o metido en cualquier otro desorden, ¿Quién te dice que a estas horas no esté ya convertido, y sea ya agradable a Dios?
¿Quieres saber, amigo mío, por qué hallas tantos pretextos para eximirte de la limosna? Escucha lo que voy a decirte, que en ello habrás de reconocer la verdad, si no en estos momentos, al menos a la hora de la muerte: es que la avaricia ha echado raíces en tu corazón; arranca esa maldita planta, y hallarás gusto en dar limosna; quedarás contento al hacerla, cifrarás en ello tu alegría.- ¡Ah, dirás, cuando me hace falta algo, nadie me da nada. ¿Nadie te da nada? ¿No viene de la mano de Dios que te lo dio, con preferencia a tantos otros que son pobres y no tan pecadores como tú? Piensa, pues, en Dios, amigo mío… Si quieres dar algo con creces, dalo; de este modo te cabrá la dicha de satisfacer por tus pecados haciendo bien al prójimo.
¿Sabéis, H.M., por qué nunca tenemos algo para dar a los pobres, y por qué nunca estamos satisfechos con lo que poseemos? No tenéis con que hacer limosna, pero bien que tenéis para comprar tierras; siempre estáis temiendo que la tierra os falte. ¡Ah! amigo mío, deja llegar el día en que tengas tres o cuatro pies de tierra sobre tu cabeza, entonces podrás quedar satisfecho
¿No es verdad, padre de familia, que no tienes con que dar limosna, pero lo posees abundante para comprar fincas? Di mejor, que poco te importa salvarte o condenarte, con tal de satisfacer tu avaricia. Te gusta aumentar tus caudales, por que los ricos son honrados y respetados, mientras que a los pobres se les desprecia. ¿No es verdad, madre de familia, que no tienes nada para dar a los pobres, pero es porque has de comprar objetos de vanidad para tus hijas, has de comprarles pañuelos con encajes, han de llevar bien adornados el cuello y el pecho, has de regalarle pendientes, cadenas, una gargantilla?
¡Ah! Me dirás, aunque les haga llevar todo esto, que es necesario, no pido nada a nadie; no puede V. enojarse por ello-
Madre de familia, yo te digo ahora esto porque viene a tono, para que en el día del juicio tengas bien presente que te lo advertí: no pides nada a nadie, es verdad; más debo decirte que no resultas menos culpable, tan culpable como si, yendo de camino, hallases a un pobre y le quitases el poco dinero que lleva. -¡Ah! Me diréis, si gasto ese dinero para mis hijos, sé muy bien lo que me cuesta- Mas yo te diré también, aunque no me hagas caso, que a los ojos de Dios eres culpable, y esto es suficiente para perderte.- Me preguntarás: ¿Por qué razón? – Amigo mío, porque tus bienes no son más que un depósito de que Dios ha puesto en tus manos; fuera de lo necesario para tu sustento y el de tu familia, lo demás es de los pobres.
¡Cuántos hay que tiene atesorada gran cantidad de dinero, al paso que tantos pobres mueren de hambre! ¡Cuántos otros poseen gran abundancia de vestidos, mientras muchos pobres padecen frio!
¿Es que, amigo mío, no estás en condiciones, no tienes con qué hacer limosna, puesto que sólo dispones de tu salario? Si quisieras, tendrías fácilmente algo que dar a los pobres; bien tienes para llevar a tus hijas a la condenación, bien tienes con qué ir al café, a la taberna, al baile.
Me dirás, empero: Nosotros somos pobres; apenas tenemos lo necesario para vivir.- Amigo mío, si el día de la fiesta mayor no gastases tan superfluamente, algo te quedaría para los pobres.
¡Cuántas veces habrás ido a Villafranca, a Montemerle o a otras partes solamente para recrearte sin tener nada que hacer allí ¡No ahondemos más, bastante clara está la verdad: no vamos a fastidiaros con enumeraciones prolijas. ¡Ay, H.M.! Si los santos hubieran obrado como nosotros, tampoco habrían hallado con qué dar limosna; más ellos sabían muy bien cuan necesaria les era para su santificación, y ahorraban cuanto les era posible a tal objeto, y así disponían siempre de algunas reserva. Por otra parte, H.M., la caridad no se practica sólo con el dinero. Podéis visitar a un enfermo, hacerle un rato de compañía, prestarle algún servicio, arreglarle la cama, prepararle los remedios, consolarle con sus penas, leerle algún libro piadoso.
No obstante, en honor a la verdad, hay que reconocer que sentís generalmente inclinación a socorrer a los desgraciados, y os compadecéis de sus miserias. Mas veo también como son contados los que dan la limosna en forma adecuada para hacerse acreedores a una espiritual recompensa, según vais a ver: unos lo hacen a fin de ser tenidos por personas de bien; otro, por sentimentalismo; porque se sienten conmovidos ante las miserias ajenas; otros para que se los aprecie, se les diga que son buenos y sea alabada su manera de vivir; tal vez hasta algunos para que se les pague con algún servicio, o en espera de algún favor. Pues bien H.M., todos esos, que al dar limosnas, tienen únicamente tales miras, carecen de las cualidades necesarias para hacer que la caridad sea meritoria. Hay quienes tienen sus pobres predilectos a los cuales les darían cuanto poseen; más para los otros muestran un corazón cruel. Portarse así, H.M., no es más que obrar como los gentiles, los cuales, a pesar de todas sus buenas obras, no lograran su salvación.
Más, pensaréis vosotros, ¿cómo debe hacerse la limosna para que sea meritoria?
Atended bien H.M., en dos palabras voy a decíroslo: en todo el bien que hacemos a nuestro prójimo, hemos de tener como objetivo el agradar a Dios y salvar nuestra alma. Cuando vuestras limosnas no vayan acompañadas de estas dos intenciones, la buena obra resultará perdida para el cielo. Esto es la causa porque serán tan escasas las buenas obras que nos acompañen en el tribunal de Dios, pues las realizamos de una manera tan humana. Nos complace que se nos agradezcan, que se hable de ellas, que se nos devuelva con algún favor, y hasta nos gusta hablar de nuestras buenas acciones para manifestar que somos caritativos. Tenemos nuestras preferencias; a unos damos sin medida, mas a otros nos negamos darles nada, antes bien los despreciamos.
Cuando queramos o no socorrer a los indigentes, cuidemos, H.M., de no despreciarlos, pues es al mismo Jesucristo a quien despreciamos.
Lo poco que damos, démoslo de corazón, con la mira de agradar a Dios y de satisfacer por nuestros pecados.
El que tiene verdadera caridad no guarda preferencias de ninguna clase, lo mismo favorece a sus amigos que a sus enemigos, con igual diligencia y alegría da a unos que a otros. Si alguna preferencia hubiésemos de tener, sería para con los que nos han dado algún disgusto. Esto es lo que hacía San Francisco de Sales. Algunos, cuando han favorecido a alguien, si los favorecidos les causan algún disgusto, enseguida les echan en cara los servicios que les prestaron. Con estos os engañáis, ya que así perdéis toda recompensa. ¡No sabéis que aquella persona os ha implorado caridad en nombre de Jesucristo, y que vosotros la habéis socorrido para agradar a Dios y para satisfacer por vuestros pecados? El pobre no es más que un instrumento del cual Dios se sirve para impulsaros a obrar bien.
Ved todavía otro lazo que el demonio os tenderá con frecuencia, y con el cual sorprende amuchas almas: consiste en representar nuestras buenas acciones ante nuestra mente, para que gocemos en ellas, y así, de este modo, hacernos perder la recompensa a que nos hicimos acreedores. Así pues, cuando el demonio nos pone delante tales consideraciones, hemos de apartarlas presto como un mal pensamiento.
¿Qué debemos sacar de todo esto, H.M? vedlo: que la limosna es de gran mérito a los ojos de Dios, y tan poderosa para atraer sobre nosotros sus misericordias, que parece como si asegurase nuestra salvación. Mientras estamos en este mundo, es preciso hacer cuantas limosnas podamos; siempre seremos bastante ricos, si tenemos la dicha de agradar a Dios y salvar nuestra alma; mas es necesario hacer la limosna con la más pura intención, esto es todo por Dios, nada por el mundo.
¡Cuan felices seríamos si todas las limosnas que habremos hecho durante nuestra vida no acompañase delante del tribunal de Dios para ayudarnos a ganar el cielo!
Esta es la dicha que os deseo.
Son tan agradables a Dios los servicios prestados a los pobres y enfermos, que muchas veces se vio bajar a los ángeles del cielo para ayudar a San Juan a servir a sus enfermos con sus propias manos, los cuales desaparecieron después.
Leemos en la vida de San Francisco Javier que yendo a predicar a un país de gentiles, halló en su camino a un pobre totalmente cubierto de lepra, y le dio limosna. Cuando hubo andado algunos pasos, arrepintióse de no haberle abrazado para manifestarle cuán de veras sentía sus penas. Volvióse para mirarle, y no vio a nadie: era un ángel que había tomado la forma de pobre. Decidme, ¡qué pesar espera en el día de juicio a aquellos que habrán abandonado y despreciado a los pobres, cuando Jesucristo les muestre como es a Él mismo a quien hicieron injuria!
Más también, H.M., ¡cual será la alegría de aquellos que verán que todo el bien que hicieron a los pobres, es al mismo Jesucristo quien lo hicieron! “Sí, les dirá Jesucristo, era a mí a quien fuiste a visitar en la persona de ese pobre; era a mí a quien prestasteis tal servicio; aquella limosna que repartisteis en la puerta de vuestra casa, era a mí a quien la disteis.”
Es tan cierto todo esto, H.M., que se refiere en la historia de un Santo Papa, todos los días sentaba su mesa a doce pobres, en honor de los doce apóstoles. Viendo que un dia había trece, preguntó a que estaba encargado de introducirlos por qué razón había trece y no doce como le había encomendado. “Padre Santo, le dijo su administrador, yo no veo más que doce.” Más él veía siempre trece. Preguntó entonces a sus comensales si veían doce o trece, y le contestaron que sólo veían doce. Después de la comida, tomó de la mano al que hacía de trece: lo había distinguido, porque notó que de tiempo en tiempo cambiaba de color; condújole a sus habitaciones, y le preguntó quién era. Respondióle aquel hombre, que era un ángel que había tomado la figura de pobre, díjole que ya había recibido de él una limosna cuando era religioso, y que Dios, en vista de su caridad, le había hecho encargo de que le guardase durante toda su vida, y le hiciese conocer cuánto debía practicar para portarse rectamente y procurara en todo el bien de su alma y la salvación de su prójimo. Ya veis, H.M., hasta qué punto recompensa Dios la caridad.
¿No nos autoriza todo esto para afirmar que nuestra salvación está íntimamente ligada a la limosna? Ved lo que sucedió a San Martín yendo de camino. Encontró a un pobre en extremo miserable, cuya situación le conmovió tanto que, no teniendo con qué socorrerle, cortó la mitad de su capa y se la entregó. A la noche siguiente, apareciósele Jesús cubierto con aquella media capa de que se había desprendido, rodeado de una gran corte de ángeles, y le dijo: “Martín, que es todavía catecúmeno, me ha dado la mitad de su capa” (aunque San Martín se la había dado se la había dado a un pobre viandante).
No, H.M., no hallaremos ningún linaje de acciones en atención a los cuales haga Dios tantos milagros como a favor de las limosnas. Refiérese que, en cierta ocasión, un caballero halló a un pobre miserable y conmovióse tanto ante su miseria que llegó a derramar lágrimas. No tuvo necesidad de otras excitaciones para despojarse de su ropa exterior y dársela al pobre. Algunos días después, supo que aquel pobre había vendido aquel vestido, de lo cual tuvo pena el caballero. Estando en oración, decía a Jesús: “Dios muy bien que no era merecedor ese pobre de llevarse mi vestido” Nuestro Señor apareciósele entonces sosteniendo aquel vestido en sus manos y le dijo: “¿Reconoces ésta vestidura?” El caballero exclamó: “Ah, Dios mío, es la misma que día al pobre”.-“Ya ves, pues, como no se ha perdido, y como realmente me complaciste al entregármela en la persona de aquel indigente.”
Nos cuenta San Ambrosio, que mientras daba limosna a varios pobres, se encontró un día con un ángel mezclado entre ellos: el cual recibió la limosna sonriendo y desapareció. De una persona caritativa, por miserable que ella sea, podemos afirmar, H.M., que se pueden concebir grandes esperanzas de que se salvará. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, después de la Resurreción, Jesucristo aparecióse a San Pedro y le dijo: “Vete al encuentro del centurión Cornelio, pues sus limosnas han llegado hasta a mi; ellas le merecieron su salvación”. Fuese San Pedro a ver a Cornelio al cual halló en oración, y le dijo: “Tus limosnas han sido tan agradables a Dios, que Él e envía para anunciarte el reino de los cielos, y para bautizarte”. Ya veis, H:M:, como las limosnas del centurión fueron causa de que él y toda su familia fuesen bautizados.
Mas ved un ejemplo que os mostrará cuánto poder tiene la limosna para detener la justicia de Dios. Refierése en la historia que el emperador Zenón tenía gran satisfacción en socorrer a los pobres, más también era muy sensual y libertino, hasta el punto de haber raptado a la hija de una dama honesta y virtuosa y abusado de ella con gran escándalo del pueblo. Aquella pobre madre, desconsolada hasta la desesperación, iba con frecuencia l templo de Nuestra Señora a llorar os ultrajes que contra su hija se cometían: “Virgen Santísima, le decía, ¿no sois por ventura el refugio de los miserables, el asilo de los afligidos y la protectora de los débiles? ¿Cómo permitís, pues, esa opresión tan injusta, ese deshonor que cae sobre mi familia?” La Virgen Santísima se le apareció, y le dijo: “Has de saber, hija mía, que desde hace mucho tiempo, mi Hijo habría tomado venganza de la injuria que se os hace; más ese emperador tiene una mano sujeta a la de mi Hijo y detiene el curso de su justicia. Las limosnas que en gran abundancia reparte, le han preservado hasta el presente de recibir el merecido castigo”
Ya veis H.M., cuán poderosa es la limosna para impedir que el Señor castigue a pesar de hacernos repetidamente merecedores de ello.
San Juan El Limosnero, patriarca de Alejandría, nos refiere un ejemplo muy notable que le aconteció a él mismo. Dice el Santo que un día vio a un grupo de pobres sentados, tomando el sol para mitigar los rigores del invierno; se ocupaban en referirse mutuamente las casas cuyos moradores daban limosna y aquellas donde se les daba de mala gana o donde no recibían nunca nada. Hubieron de hablar de la casa de un mal rico que nunca les había dado la más insignificante limosna: hablaban muy mal de él, cuando se levantó uno entre ellos y dijo que, si querían apostar algo, él iría a pedir limosna, con la seguridad de que algo recibiría.
Los demás le dijeron que no tenían inconvenientes en apostar, más que estuviese enteramente seguro de que nada iba a recibir, antes bien sería rechazado; no habiendo dado nunca nada, no querría empezar entonces a desprenderse de algo. Mientras le aguardaban juntos, fuése aquél a encontrar al rico y con gran humildad le pidió quisiese darle algo en nombre de Jesucristo. El rico se enfureció de tal manera, y no hallando a mano ninguna piedra para echársela encima, y viendo a su criado que venía de casa el panadero a hacer provisión de pan para sus perros, tomó un pan con gran furia y se lo arrojó por la cabeza. El pobre, con el ánimo de ganar la apuesta hecha con sus compañeros, corrió con gran presteza a recogerlo y lo llevó a sus camaradas como prueba de que aquel rico le había dado una buena limosna.
Dos días después, aquel rico cayó enfermo, y estando ya a punto de morir, parecióle ver en sueños que estaba ante el tribunal de Dios para ser juzgado. Le pareció ver como alguien presentaba una balanza donde pesar el bien y el mal. Vio que a un parte estaba Dios, y al otro lado el demonio que cuidaba de presentar todos los pecados que en su vida había cometido, los cuáles eran en gran número. El ángel de la guarda no tenía nada que poner en su platillo de la balanza; no acertaba a ver ni una buena acción que pudiera servir de contrapeso. Dios le preguntó qué es lo que poner en el lado que le correspondía. El ángel bueno, muy triste por no tener nada, le dijo llorando: “¡Ay! Señor, no hay nada”. Más Jesucristo le dijo: “¿Y aquel pan que arrojó a la cabeza de aquel pobre? Ponlo en la balanza y él aligerará el peso de sus pecados”. En efecto, colocó el ángel aquel pan en la balanza, y ella se cayó de aquel lado. Entonces el ángel miro al rico y le dijo:”Miserable, a no ser por éste pan, ibas a ser echado al infierno, ve a practicar cuantas penitencias te sean posibles y da a los pobres cuanto posees, sin lo cual habrás de condenarte”. Al despertarse, se fue al encuentro de San Juan Limosnero, contóle aquella visión y toda su vida, llorando amargamente su ingratitud para con Dios, de quien había recibido cuanto poseía, y su dureza para con los pobres, y dijo: ¡Ah! Padre mío, si un solo pan dado de mala gana a un pobre, me saca de las garras del demonio, ¡cuán propicio puedo hacerme a Dios dándole todos mi bienes e la persona de los pobres!” Y llegó a tal extremo en sus resoluciones que, al hallarse con un pobre, si no llevaba nada, quitábase el vestido y lo cambiaba con el del pobre; empleó el resto de su vida en llorar sus pecados, dando a los pobres cuánto poseía.
¿Qué decís, H.M., a todo esto? ¿Verdad que nunca os habías formado cabal concepto de la magnitud de la limosna?
Mas aquel hombre aún llegó a más. Vais a verle cómo, al pasar por una calle, se encontró con un criado que en otro tiempo había estado a su servicio; sin miedo al respeto humano ni a nada, le dijo: “ Amigo mío, tal vez no te retribuí bastante las molestias que te causé al estar a mi servicio; hazme un favor: condúceme a la ciudad, y allí me venderás como esclavo, a fin de que quedes indemnizado del perjuicio que te hubiera podido causar no dándote salario suficiente”. El criado le vendió por treinta dineros. Rebosante de alegría por verse reducido al último grado de pobreza, servía a su señor con increíble gusto; lo cual causaba tanta envidia a los demás esclavos, que le despreciaban y le golpeaban a menudo. Nunca se le vio abrir la boca para quejarse. Habiendo observado el señor los tratos de que era objeto su esclavo predilecto, reprendió duramente a los demás por tratarle de tal suerte. Llamó después al rico convertido, cuyo nombre ignoraba aún, y le preguntó quién era y cuál fuese su condición. El rico le refirió cuanto le había acontecido, lo cual conmovió en gran manera al señor, quien era nada menos que el emperador, que se puso a derramar abundantes lágrimas, convirtiéndose sin tardanza y empleo su vida repartiendo cuantas limosnas le era posible. Decidme: ¿habéis ahora penetrado la excelsitud del mérito de la limosna, y cuán provechosa sea ella para el que la hace? H.M., de la limosna y de la devoción a la Santísima Virgen os diré que es imposible que se pierda quien la practica de corazón. No nos extrañemos, pues H.M., de que esta virtud haya sido común a los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Sé muy bien, H.M., que el hombre de corazón duro es avaro e insensible a las miserias del prójimo, hallará mil excusas para no tener que dar limosna.
Así, algunos de vosotros me diréis: “Hay pobres que son buenos, pero hay otros que no valen nada: unos gastan en las tabernas lo que se les da; otros lo disipan en el juego o en glotonerías”.
Esto es muy cierto, muy poco son los pobres que emplean bien los dones que reciben de manos de los ricos, lo cual demuestra que son muy pocos los pobres buenos. Unos murmuran de su pobreza, cuando no se les da tanto como ellos quisieran; otros envidian a los ricos, hasta los maldicen y les desean que Dios les haga perder sus riquezas, a fin, dicen ellos, de que aprendan lo que es la miseria.
Convengamos en que todo esto está muy mal; tales gentes son precisamente los que se llaman malos pobres. Pero a todo esto sólo he de contestar con una palabra: y es que esos pobres a quienes recrimináis porque malgastan sus limosnas, porque no se portan bien, porque sufren una pobreza buscada, no os piden la limosna en nombre propio, sino en el de Jesucristo. Que sean buenos o malos, poco importa, ya que es al mismo Jesucristo a quien entregáis vuestra limosna, según lo acabamos de ver en lo que hemos dicho anteriormente. Es, pues, el mismo Jesucristo quien os recompensará.
Pero, me diréis, este es un mal hablado, un vengativo, un ingrato.- Más amigo mío, esto no te afecta a ti: ¡tienes con qué dar limosna en nombre de Jesucristo, con la mira de agradar a Jesucristo, de satisfacer por tus pecado? Deja a un lado todo lo demás; tú tienes que entendértelas con Dios; queda tranquilo; tus limosnas no se perderán, aunque vayan a parar en los a los pobres que tanto desprecias. Además, amigo mío, aquel pobre que te escandalizó, que aún no hace ocho días sorprendiste abusando del vino o metido en cualquier otro desorden, ¿Quién te dice que a estas horas no esté ya convertido, y sea ya agradable a Dios?
¿Quieres saber, amigo mío, por qué hallas tantos pretextos para eximirte de la limosna? Escucha lo que voy a decirte, que en ello habrás de reconocer la verdad, si no en estos momentos, al menos a la hora de la muerte: es que la avaricia ha echado raíces en tu corazón; arranca esa maldita planta, y hallarás gusto en dar limosna; quedarás contento al hacerla, cifrarás en ello tu alegría.- ¡Ah, dirás, cuando me hace falta algo, nadie me da nada. ¿Nadie te da nada? ¿No viene de la mano de Dios que te lo dio, con preferencia a tantos otros que son pobres y no tan pecadores como tú? Piensa, pues, en Dios, amigo mío… Si quieres dar algo con creces, dalo; de este modo te cabrá la dicha de satisfacer por tus pecados haciendo bien al prójimo.
¿Sabéis, H.M., por qué nunca tenemos algo para dar a los pobres, y por qué nunca estamos satisfechos con lo que poseemos? No tenéis con que hacer limosna, pero bien que tenéis para comprar tierras; siempre estáis temiendo que la tierra os falte. ¡Ah! amigo mío, deja llegar el día en que tengas tres o cuatro pies de tierra sobre tu cabeza, entonces podrás quedar satisfecho
¿No es verdad, padre de familia, que no tienes con que dar limosna, pero lo posees abundante para comprar fincas? Di mejor, que poco te importa salvarte o condenarte, con tal de satisfacer tu avaricia. Te gusta aumentar tus caudales, por que los ricos son honrados y respetados, mientras que a los pobres se les desprecia. ¿No es verdad, madre de familia, que no tienes nada para dar a los pobres, pero es porque has de comprar objetos de vanidad para tus hijas, has de comprarles pañuelos con encajes, han de llevar bien adornados el cuello y el pecho, has de regalarle pendientes, cadenas, una gargantilla?
¡Ah! Me dirás, aunque les haga llevar todo esto, que es necesario, no pido nada a nadie; no puede V. enojarse por ello-
Madre de familia, yo te digo ahora esto porque viene a tono, para que en el día del juicio tengas bien presente que te lo advertí: no pides nada a nadie, es verdad; más debo decirte que no resultas menos culpable, tan culpable como si, yendo de camino, hallases a un pobre y le quitases el poco dinero que lleva. -¡Ah! Me diréis, si gasto ese dinero para mis hijos, sé muy bien lo que me cuesta- Mas yo te diré también, aunque no me hagas caso, que a los ojos de Dios eres culpable, y esto es suficiente para perderte.- Me preguntarás: ¿Por qué razón? – Amigo mío, porque tus bienes no son más que un depósito de que Dios ha puesto en tus manos; fuera de lo necesario para tu sustento y el de tu familia, lo demás es de los pobres.
¡Cuántos hay que tiene atesorada gran cantidad de dinero, al paso que tantos pobres mueren de hambre! ¡Cuántos otros poseen gran abundancia de vestidos, mientras muchos pobres padecen frio!
¿Es que, amigo mío, no estás en condiciones, no tienes con qué hacer limosna, puesto que sólo dispones de tu salario? Si quisieras, tendrías fácilmente algo que dar a los pobres; bien tienes para llevar a tus hijas a la condenación, bien tienes con qué ir al café, a la taberna, al baile.
Me dirás, empero: Nosotros somos pobres; apenas tenemos lo necesario para vivir.- Amigo mío, si el día de la fiesta mayor no gastases tan superfluamente, algo te quedaría para los pobres.
¡Cuántas veces habrás ido a Villafranca, a Montemerle o a otras partes solamente para recrearte sin tener nada que hacer allí ¡No ahondemos más, bastante clara está la verdad: no vamos a fastidiaros con enumeraciones prolijas. ¡Ay, H.M.! Si los santos hubieran obrado como nosotros, tampoco habrían hallado con qué dar limosna; más ellos sabían muy bien cuan necesaria les era para su santificación, y ahorraban cuanto les era posible a tal objeto, y así disponían siempre de algunas reserva. Por otra parte, H.M., la caridad no se practica sólo con el dinero. Podéis visitar a un enfermo, hacerle un rato de compañía, prestarle algún servicio, arreglarle la cama, prepararle los remedios, consolarle con sus penas, leerle algún libro piadoso.
No obstante, en honor a la verdad, hay que reconocer que sentís generalmente inclinación a socorrer a los desgraciados, y os compadecéis de sus miserias. Mas veo también como son contados los que dan la limosna en forma adecuada para hacerse acreedores a una espiritual recompensa, según vais a ver: unos lo hacen a fin de ser tenidos por personas de bien; otro, por sentimentalismo; porque se sienten conmovidos ante las miserias ajenas; otros para que se los aprecie, se les diga que son buenos y sea alabada su manera de vivir; tal vez hasta algunos para que se les pague con algún servicio, o en espera de algún favor. Pues bien H.M., todos esos, que al dar limosnas, tienen únicamente tales miras, carecen de las cualidades necesarias para hacer que la caridad sea meritoria. Hay quienes tienen sus pobres predilectos a los cuales les darían cuanto poseen; más para los otros muestran un corazón cruel. Portarse así, H.M., no es más que obrar como los gentiles, los cuales, a pesar de todas sus buenas obras, no lograran su salvación.
Más, pensaréis vosotros, ¿cómo debe hacerse la limosna para que sea meritoria?
Atended bien H.M., en dos palabras voy a decíroslo: en todo el bien que hacemos a nuestro prójimo, hemos de tener como objetivo el agradar a Dios y salvar nuestra alma. Cuando vuestras limosnas no vayan acompañadas de estas dos intenciones, la buena obra resultará perdida para el cielo. Esto es la causa porque serán tan escasas las buenas obras que nos acompañen en el tribunal de Dios, pues las realizamos de una manera tan humana. Nos complace que se nos agradezcan, que se hable de ellas, que se nos devuelva con algún favor, y hasta nos gusta hablar de nuestras buenas acciones para manifestar que somos caritativos. Tenemos nuestras preferencias; a unos damos sin medida, mas a otros nos negamos darles nada, antes bien los despreciamos.
Cuando queramos o no socorrer a los indigentes, cuidemos, H.M., de no despreciarlos, pues es al mismo Jesucristo a quien despreciamos.
Lo poco que damos, démoslo de corazón, con la mira de agradar a Dios y de satisfacer por nuestros pecados.
El que tiene verdadera caridad no guarda preferencias de ninguna clase, lo mismo favorece a sus amigos que a sus enemigos, con igual diligencia y alegría da a unos que a otros. Si alguna preferencia hubiésemos de tener, sería para con los que nos han dado algún disgusto. Esto es lo que hacía San Francisco de Sales. Algunos, cuando han favorecido a alguien, si los favorecidos les causan algún disgusto, enseguida les echan en cara los servicios que les prestaron. Con estos os engañáis, ya que así perdéis toda recompensa. ¡No sabéis que aquella persona os ha implorado caridad en nombre de Jesucristo, y que vosotros la habéis socorrido para agradar a Dios y para satisfacer por vuestros pecados? El pobre no es más que un instrumento del cual Dios se sirve para impulsaros a obrar bien.
Ved todavía otro lazo que el demonio os tenderá con frecuencia, y con el cual sorprende amuchas almas: consiste en representar nuestras buenas acciones ante nuestra mente, para que gocemos en ellas, y así, de este modo, hacernos perder la recompensa a que nos hicimos acreedores. Así pues, cuando el demonio nos pone delante tales consideraciones, hemos de apartarlas presto como un mal pensamiento.
¿Qué debemos sacar de todo esto, H.M? vedlo: que la limosna es de gran mérito a los ojos de Dios, y tan poderosa para atraer sobre nosotros sus misericordias, que parece como si asegurase nuestra salvación. Mientras estamos en este mundo, es preciso hacer cuantas limosnas podamos; siempre seremos bastante ricos, si tenemos la dicha de agradar a Dios y salvar nuestra alma; mas es necesario hacer la limosna con la más pura intención, esto es todo por Dios, nada por el mundo.
¡Cuan felices seríamos si todas las limosnas que habremos hecho durante nuestra vida no acompañase delante del tribunal de Dios para ayudarnos a ganar el cielo!
Esta es la dicha que os deseo.